El debate sobre la reforma del Estatut de Catalunya, atizado ahora por el pronunciamiento de un alto cargo del ejército, ha puesto en evidencia al menos dos cuestiones. La primera, las férreas trabas que, casi tres décadas después de la aprobación de la Constitución de 1978, bloquean la consigna de una «segunda transición» capaz de remover algunas inercias centralistas y autoritarias heredadas del régimen franquista. La segunda, las reticencias existentes, no sólo en la derecha sino también en parte de la izquierda política y sindical, a aceptar plenamente la diversidad nacional y cultural del Estado y a democratizar su estructura territorial en un sentido federalizante.
Al igual que en otras coyunturas históricas, el debate sobre la estructura territorial del Estado ha brindado a la derecha neo-centralista una oportunidad para recuperarse del golpe sufrido tras la derrota electoral del Partido Popular y retomar la iniciativa política. Arropada por la cúpula de la Iglesia, los medios de comunicación afines, la mayoría del empresariado e importantes sectores del Ejército, la derecha ha sabido exhumar la consigna de «la indisoluble unidad de España» para convertirla en un explícito instrumento de construcción de hegemonía. El «anti-separatismo» se ha convertido así en un anzuelo capaz de atraer e incluso movilizar a sectores sociales que no abrazarían con igual fervor otras banderas, como su programa económico o la defensa de la monarquía.
En una actitud en la que también comparecen viejos fantasmas de la historia, la reacción de parte de la izquierda en España, pero también en Catalunya, ha sido el desconcierto, cuando no la asunción de muchos de los presupuestos impuestos por la derecha. Para muchos, la propuesta surgida del Parlament no sería más que un embrollo inoportuno sin otro fin que envalentonar a los adversarios y enfrentar a las gentes «de abajo», concediendo demasiado a los intereses del nacionalismo y muy poco a los principios republicanos de igualdad y solidaridad.
Defendidas desde la izquierda, estas posiciones aparecen ligadas a un doble prejuicio que ha lastrado de manera decisiva –e incluso trágica– la historia española del último siglo. Por un lado, la tendencia a considerar la cuestión del pluralismo nacional y cultural como un tema secundario en un proyecto republicano de izquierdas. Por otro, la propensión, inconsistente en términos empíricos, a identificar la centralización política y la unidad estatal con una mejor garantía frente a los poderes privados y a favor de las políticas sociales. Se trata, no obstante, de premisas difícilmente aceptables.
Si la derecha centralista ha sido proclive a negar el nacionalismo español, la tendencia a minimizarlo o a equipararlo sin más con los nacionalismo periféricos constituye un reflejo bastante difundido entre la izquierda estatal. Sobre todo fuera de Catalunya, Euskadi y, en menor medida, Galiza. Con frecuencia, esta inclinación suele traducirse en la apuesta nominal por un federalismo más bien homogeneizador y la aceptación práctica, con matices, del actual Estado de las autonomías.
Una de las formas más socorridas de justificar esta actitud es la apelación al «internacionalismo». Según este argumento, la preocupación por la cuestión «nacional» sería un tema menor que desviaría la lucha contra las desigualdades y debilitaría la solidaridad con otros pueblos y territorios. A menudo esgrimida por quienes se sienten «cómodos» y, por tanto, se benefician de su pertenencia a la nación dominante en términos políticos, culturales o lingüísticos, esta defensa del internacionalismo suele olvidar que éste no puede, como el propio término indica, pensarse al margen de las naciones. Es más: para un internacionalismo no desencarnado o fuera de la historia, el problema no son los pueblos o las naciones, como no lo es una izquierda que, en términos gramscianos, pueda reclamarse popular o nacional. El problema, en su caso, son los populismos o los nacionalismos «de agresión» que suponen la cancelación del pluralismo interno y la negación de otras identidades vulnerables, sobre todo cuando tienen detrás la fuerza de un Estado consolidado.
Que en los nacionalismos «por reacción» al nacionalismo español puedan convivir expresiones burguesas y populares, de derechas y de izquierdas, excluyentes e inclusivas, no autoriza a confundirlos con la derecha franquista o con los sectores neo-centralistas cobijados por el aparato estatal. Del mismo modo, resistirse a colocar en un mismo plano la dominante nación de Estado con las comunidades nacionales negadas durante cuarenta años de dictadura y minorizadas durante casi treinta de monarquía parlamentaria no supone hacer propias las premisas teóricas y políticas del nacionalismo. Sobre todo, no comporta suscribir un soberanismo que aspire a reproducir el modelo institucional autoritario que se critica.
Es más: un federalismo plurinacional de libre asociación no tiene por qué propiciar la creación de nuevos Estados burocratizados y militarizados al servicio de intereses económicos restrictivos. Por el contrario, sería un instrumento de democratización de los autoritarios Estados ya existentes y ofrecería una alternativa de convivencia plural a los nacionalismos excluyentes de diverso signo. El debate sobre la profundización del autogobierno de Catalunya debería situarse en estas coordenadas. En primer lugar, porque se trata de una reivindicación que sectores republicanos y populares, y no sólo la derecha nacionalista, han hecho suya, al menos, desde el siglo XIX. Y en segundo término porque, a pesar de sus límites, constituye un nada despreciable elemento de regeneración del actual Estado de las Autonomías.
Ciertamente, el proyecto estatutario podría haber ido más allá en ámbitos como la participación ciudadana; los estándares sociales y ecológicos; la protección de los trabajadores migrantes o la defensa del laicismo. También podría sido más ambicioso en algunas cuestiones puntuales referidas al autogobierno. Sin embargo, la mayoría de argumentos de forma y fondo, de oportunidad y contenido, esgrimidos en su contra por la derecha y por parte de la izquierda política y sindical, no parecen preocupados por estos propósitos.
En realidad, muchos de los excesos y defectos atribuidos al proyecto estatutario no pueden deslindarse de la férrea decisión, adoptada desde la propia transición, de convertir en tabú cualquier interpretación o reforma de la Constitución o de la legislación estatal que pudiera conducir a niveles de descentralización similares a los pacíficamente acordados en ordenamientos federales como el alemán, el belga o el canadiense.
Es verdad que el inesperado derrumbe del aznarato el 14-M generó una cierta desorientación tanto en el recién estrenado gobierno central como en el tripartito catalán. Así, el proceso de elaboración del nuevo texto siguió un guión tedioso, en el que la participación real se vio reemplazada por un limitado proceso de consultas ciudadanas y por una campaña publicitaria sin demasiado contenido de fondo. Sin embargo, es sesgado argumentar que se trataba de una reforma prescindible o de un simple capricho de unas clases dirigentes divorciadas de las mayorías ciudadanas.
La mayoría de los temas económicos, sociales, políticos y culturales planteados por la propuesta de reforma son la expresión de desafíos no previstos en el Estatut de Sau de 1979 o no resueltos por el modelo autonómico imperante en los últimos 25 años. Que la «sociedad civil» catalana no se haya movilizado a su favor no quiere decir que se oponga a ellos o que sea indiferente a su suerte. Más allá de algunos intrincados tecnicismos, las reivindicaciones competenciales e identitarias tocan temas de fondo frente a los que la mayoría de la sociedad mantiene una sensibilidad latente. Este es un hecho que puede comprobarse cada vez que los voceros más recalcitrantes del neo-centralismo calientan máquinas y echan a andar los típicos tópicos del españolismo cerril y de la catalanofobia. Las críticas a la actuación de la clase política catalana, en suma, encierran parte de verdad. Pero cuando sólo se desempolvan para atacar el Estatuto o cuando provienen de organizaciones y partidos burocratizados y jerárquicos que no se caracterizan precisamente por su pasión deliberativa o por su predisposición para atender «las señales de la calle», lo que se impone es la sospecha.
Del mismo modo, la insidiosa atribución al Estatut de un proyecto separatista e insolidario, propagada por la derecha pero también por parte de la izquierda neo-centralista, no resiste un mínimo análisis. De entrada, no falta razón a quienes sostienen que, sobre todo tras el filtro del Consell Consultiu, las aspiraciones de autogobierno han perdido parte de su carácter incisivo, o si se prefiere, han quedado por debajo de lo que podría plantearse en muchos de Estados federales. Así, identificar la calificación de Catalunya como «nación» como una cifrada apuesta soberanista resulta un exceso en un texto que ni siquiera se atreve a mencionar de manera abierta el derecho a la autodeterminación y que sólo apela de manera indirecta a los derechos individuales y colectivos reconocidos en los dos grandes Pactos Internacionales de Derechos de 1966. Muchos de los Estatutos autonómicos actualmente vigentes hacen referencia a sus respectivos pueblos, sin que nadie ponga el grito en el cielo por ello. Así, el vasco, el canario, el aragonés o el gallego. El valenciano, incluso, se refiere al «pueblo valenciano, organizado históricamente como Reino de Valencia», sin que ningún representante político, económico o militar del Reino de España haya considerado que el precepto pone en riesgo la «indisoluble unidad» del Estado. El concepto de nación, por su parte, figuraba ya entre las propuestas discutidas en las cortes que redactaron la Constitución de 1978. Si finalmente se aprobó la tortuosa dicción del actual artículo 2 fue, como reconoció el «padre fundador» José Pedro Pérez Llorca, representante de UCD, por las presiones impuestas desde los despachos de Capitanía General. En su discurso de Sevilla, el teniente general José Mena no ha hecho más que recordarlo.
Se ha dicho también que el texto propuesto por el Parlament padece de una obsesión identitaria excluyente. Dejando de lado algunos preceptos puntuales, no es esto, sin embargo, lo que se desprende de una lectura sistemática del proyecto. Los derechos nacionales reivindicados carecen, en general, de todo contenido etnicista, mientras que los derechos y deberes lingüísticos recogidos en el texto son en muchos extremos una transposición de la legislación autonómica actualmente vigente. Es más: al menos desde el plano formal, que es lo que cabe juzgar en este caso, las referencias explícitas a la singularidad del pueblo gitano o del pueblo aranés; a los derechos de la población inmigrante; a la prohibición de la xenofobia, la homofobia, el sexismo o el antisemitismo, dan prueba de un sentido de la diversidad que es difícil encontrar en otros textos institucionales similares, comenzando obviamente por la Constitución española.
Incluso cuando se apela a la noción de «derechos históricos», se está lejos de una concepción simplemente «foralista» como la vasca o la navarra (o incluso como la del proyecto de Estatuto valenciano, aprobado, sin escándalo, con el apoyo del Partido Popular). El sentido de los derechos históricos, es verdad, consiste en reclamar una vía de legitimidad «exterior» a la Constitución española. Pero aunque el nacionalismo conservador pueda coincidir con esa reivindicación, lo cierto es que en la mayoría de los casos se hace desde premisas más democráticas que tradicionalistas o pre-liberales. En efecto, frente a la tradición dominante del centralismo monárquico –recogida, esta sí, como implícito «derecho histórico» por la Constitución de 1978– una parte importante de las referencias a la «memoria del autogobierno» tiene que ver con las resistencias seculares frente al autoritarismo borbónico y con las luchas por los derechos sociales y nacionales contra el franquismo. No es, por tanto, un pasado pre-liberal sino más bien anti-centralista el que se reclama. Un pasado que, sobre todo en el caso catalán, ha adoptado a menudo tintes democratizantes y republicanistas.
Para los críticos del proyecto estatutario, carece de sentido centrarse en reclamos competenciales que, en último término, pueden acabar gestionados por la derecha nacionalista. Que las competencias aseguran una posibilidad de hacer, más que un hacer específico es una verdad de Perogrullo sobre la que es ocioso argumentar. Siempre podrían, por lo tanto, ejercerse –como en parte ya ocurre, incluso bajo el gobierno tripartito– para proteger intereses diferentes o contrarios a los que una izquierda exigente podría propugnar. Lo que ocurre es que éste debería ser un argumento a favor de la lucha por los valores de la izquierda en Catalunya y fuera de ella y no de una perezosa negación del reconocimiento democrático de dichas competencias.
Este razonamiento tiene más peso aún en un caso como el español, donde la concentración competencial en manos de las instituciones centrales no siempre ha asegurado, ni mucho menos, su utilización en un sentido socializante o ecologista. Por el contrario, mientras que la existencia de las autonomías ha permitido democratizar de manera parcial el viejo aparato de Estado franquista, las instituciones centralizadas «realmente existentes» han sido un dócil instrumento de apoyo y transmisión de políticas neoliberales y un factor de presión a la baja de muchas iniciativas sociales surgidas de las Comunidades Autónomas, como las ecotasas, o las pensiones no contributivas.
Curiosamente, las críticas al proyecto de Estatut en este punto suelen combinar argumentos contradictorios. La derecha española, pero también aquí la catalana e incluso algunos reputados voceros del social-liberalismo, repiten de manera cansina que la propuesta del Parlamento es «intervencionista» y en exceso «prolija». A simple vista, podría sorprender que estos argumentos provengan de los mismos sectores políticos que, sin mayores remilgos, consintieron por ejemplo el detallado reglamentarismo neoliberal del Tratado constitucional europeo. Ocurre que en el caso del Estatut lo que molesta es precisamente lo opuesto: que se invoquen derechos sociales y ambientales sin que se haga mención, prácticamente, al derecho de propiedad, a la alta competitividad o a las bondades del crecimiento económico. Es más: en un gesto desmesurado que seguramente no hace honor a las intenciones de los redactores del Proyecto, pero que retrata el tipo de «pedagogía» en la que se solaza el Partido Popular, Mariano Rajoy ha llegado a decir que el modelo económico estatutario es «muy radical de izquierdas y claramente antiliberal».
Lo llamativo es que la denuncia del intervencionismo social venga acompañada, sin solución de continuidad, por una fulminante descalificación del carácter «insolidario» del texto. Aquí la demagogia alcanza cotas inigualables. Los responsables políticos y sindicales, estatales o autonómicos, del aumento en las desigualdades territoriales y personales, de las políticas de privatización, de la precarización del empleo o de la explotación de la población inmigrante, se convierten por milagro en paladines de la solidaridad y en azotes del privilegio.
Pero lo cierto es que el modelo propuesto se basa en dos principios legítimos que a nadie perturbaría en los sistemas federales comparados: la combinación de una mayor autonomía en la recaudación y gestión de los recursos con mecanismos de solidaridad pactados de manera transparente y equitativa. Es verdad que las políticas tributarias propias fijadas por el Estatuto –como las del resto de Comunidades Autónomas– podrían haberse ligado de manera más clara a criterios de progresividad fiscal, lo que hubiera conjurado el riesgo real del dumping social y de las deslocalizaciones. Del mismo modo, podrían haberse recogido compromisos más firmes en materia de cooperación con los países empobrecidos del Sur y del Este.
Lo que no es de recibo es presentar la propuesta de financiación como una velada operación táctica de los agentes del neoliberalismo. Cualquier modelo federalizante cooperativo, sea a nivel estatal, europeo o internacional, comporta mecanismos que aseguren, a la vez, ámbitos de autogobierno y ámbitos de gobierno compartido. Y ello incluye competencias y suficiencia financiera para remover los desequilibrios y desigualdades entre territorios, pero también dentro de ellos. Agitar por tanto el fantasma de «la ruptura de la caja única» o presentar como una catástrofe la existencia de Agencias Tributarias coordinadas, es en definitiva confundir un objetivo –la justicia inter-territorial e inter-personal, que debería regir entre Comunidades y dentro de ellas– con un instrumento que perfectamente puede articularse y gestionarse de manera descentralizada y democrática.
Del mismo modo, un modelo pluralista y federalizante no tendría por qué exigir que todas las decisiones sobre democracia territorial se adopten de manera simultánea en instancias multilaterales. Un modelo generalizable no quiere decir que todos deban tener los mismos reclamos de autonomía o que sea el nivel de reclamo más bajo el que fije, de manera «homogénea», el techo de la descentralización. Esta prevención se aplica de manera especial al caso español, donde las propuestas descentralizadoras más democráticas no han venido del «centro», sino más bien de las periferias en las que esta reivindicación ha tenido una base social amplia. Por eso, la única posibilidad de que los mecanismos multilaterales resulten creíbles y no se conviertan en un instrumento para «mantener a raya» a las autonomías más díscolas sería, seguramente, que se articularan a través de un Senado plurinacional y plurirregional debidamente reformado.
Si se tiene en cuenta el magro resultado de experiencias de descentralización como las republicanas de 1873 y 1932, o la más reciente del Estatut de Sau de 1979, no está claro que la opción del Parlament de Catalunya por la «autocontención» y por un proyecto con «voluntad de constitucionalidad» vaya a ser la mejor de las estrategias para federalizar un Estado tradicionalmente reacio a hacerlo. Hasta el momento, es verdad, esa «auto-moderación» ha permitido al proyecto del Parlament ganarse a ciertos sectores del PSOE -o al menos, neutralizar la oposición de su ala más españolista-, activando una discusión de fondo sobre la estructura territorial del Estado que el Plan Ibarretxe, en su momento, ni siquiera llegó a atisbar. Sin embargo, no cabe llamarse a engaño. Lo que está en juego, como en la I y la II República, como en la salida del franquismo, es una nueva distribución del poder político y económico y una profundización, en definitiva, de la democracia territorial. Esa cesión de espacios de poder no podría ser nunca una concesión graciosa. Ahí están los nombres de Pavía, de Sanjurjo, de Franco o de Tejero para atestiguarlo. La derecha neo-centralista y sus aliados, como el malogrado teniente general Mena, lo saben bien, y están dispuestos a ganar la calle si hace falta para dejar clara su posición.
Mientras, las fuerzas de izquierda han sido incapaces, por falta de medios o de convicción, de desarrollar una pedagogía capaz de neutralizar la venenosa demagogia desplegada por la derecha dentro y fuera de Catalunya. En parte es comprensible que algunos barones autonómicos teman que un sistema más transparente de asignación de «recursos de compensación» pueda obligarles a acometer en sus territorios reformas redistributivas impostergables. Pero ¿qué tendrían que perder las clases populares de Andalucía, Galicia o Aragón con un proyecto como el del Parlament catalán? ¿No ha sido acaso la conquista de mayor autonomía, a la que rabiosamente se oponían quienes hoy atacan la reforma estatutaria, lo que les ha permitido capear el temporal neoliberal, controlar más de cerca a sus clases políticas y arrancarles una gestión algo más digna de sus propios servicios públicos?
Pretender «moderar» la iniciativa del Parlament de Catalunya para calmar al adversario o renegar de ella como si fuera un culebrón que nunca debiera haberse gestado, son salidas necias y a la larga inviables. A tres décadas de la muerte de Franco, una nueva frustración de los reclamos de autogobierno de Catalunya complicaría aún más las posibles salidas al conflicto vasco y con ello, el horizonte de una democratización real del Estado en su conjunto.
Interrogado sobre el papel de los nacionalismos en España, Manuel Sacristán, cuya desaparición acaba de conmemorarse, pudo decir: «Sólo el paso por ese requisito aparentemente utópico de la autodeterminación plena, radical, con derecho a la separación y a la formación de estado, nos dará una situación limpia y buena. Ya se trate de un estado federal o de cuatro estados. Todas las técnicas políticas y jurídicas que se quieran aplicar para hacer algo que no sea eso no darán nunca un resultado satisfactorio».
Con todos los matices que se quiera, es sobre ese trasfondo, y no sobre otro, como debe leerse el debate en torno al Estatut de Catalunya y, en general, las posibilidades y límites de un federalismo republicano, social y de libre asociación, tanto en el ámbito peninsular como europeo. Como en muchas otras cuestiones, de lo que se trata es de defender la igualdad cuando la diferencia minimice u oprima a otros, y la diversidad, cuando la igualdad, de manera arbitraria, uniformice o descaracterice.
gener 7th, 2006 → 11:44 @ nohihadret
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