El tratamiento mediático brindado al llamado “caso De Juana” sugiere que se está ante algo más que una pasajera obsesión estival. Especialmente para el Partido Popular, el por ahora ex preso donostiarra se ha convertido en un elemento de inestimable utilidad política. Desde luego, porque permite desplazar a un segundo plano otros temas políticamente relevantes. Pero sobre todo porque ayuda a forzar una política “anti-terrorista” y de gestión de la “cuestión nacional” cada vez más regresiva y, de paso, a apuntalar ciertas medidas penales de inequívoco signo autoritario.
A pesar de que De Juana se ha pasado más de veinte años en diferentes cárceles españolas, una parte importante de la clase política y judicial se empeña en presentarlo como un inquietante foco de “peligrosidad social”. De Juana sería, desde esta óptica, una especie de bestia insaciable condenada a vagar por los subsuelos de la infra-humanidad. La caracterización no es inocente. Si De Juana, como dice el presidente del Congreso, José Bono, es simple “escoria social”, si encarna el Mal absoluto y ha traspasado el umbral de la condición humana, entonces las respuestas excepcionales no sólo están justificadas sino que son obligadas.
No basta, en efecto, que De Juana haya cumplido su condena. Es necesario ir más allá y evitar, por cualquier medio, que pueda “salir a la calle”, como ha defendido la dirigente del Partido Popular, María Dolores de Cospedal. Y la única manera de hacerlo, en un ordenamiento cuya Constitución prohíbe los tratos “inhumanos y degradantes” y estipula que las penas privativas de la libertad deberán orientarse “hacia la reeducación y reinserción social”, es violentando sus propios principios.
Esto, de hecho, es lo que ha venido ocurriendo con el impulso de medidas como la Ley Orgánica 7/2003, que aumentó el límite máximo de cumplimiento de las penas de 30 a 40 años. O con la llamada “doctrina Parot”, alumbrada por el Tribunal Supremo para evitar, precisamente, que pudieran producirse excarcelaciones como las de De Juana. El propósito es claro: imponer la prisión perpetua, aunque se eluda, hipócritamente, el nomen iuris. Para ello se puede elevar el tope punitivo y limitar el acceso a permisos, al tercer grado o a la libertad condicional. Y en caso de que se superen esas barreras se puede, incluso, “construir imputaciones” ad hoc, como declaró sin tapujos el ex ministro de Justicia, Juan Fernando López Aguilar.
Esas imputaciones fueron las que, en buena medida, permitieron volver a condenar a un De Juana recién salido de prisión a resultas de dos artículos publicados en el diario Gara. Y también lo es ahora, dos años después, la acusación de enaltecimiento de terrorismo por escribir una carta a un histórico dirigente de ETA muerto en Argelia el 1987.
En realidad, lo que hay detrás de estas nuevas incriminacionesson verdaderos delitos de opinión que pueden afectar de manera desproporcionada la libertad ideológica y de expresión. Este tipo de actuaciones político-judiciales, sin embargo, no sólo se han utilizado contra De Juana o contra ex miembros de ETA. También han servido para restringir la actividad política de cientos de personas o colectivos que la Audiencia Nacional ha considerado parte de su “entorno”, o peor, de sus “entrañas”. En este contexto, medidas como la Ley de Partidos Políticos, o el Macro-proceso 18/98, son sólo piezas de una política global dirigida, no ya a sancionar acciones y delitos concretos, sino a imponer un evanescente “Derecho penal de autor” pensado para operar, de antemano, contra quienes entran en la categoría de “enemigos”.
Por eso no se puede “dejar ir” a De Juana. Porque él, el asesino serial, es la encarnación de la barbarie en cuyo nombre todas las excepciones resultan admisibles. Contra él, desde luego. Pero también –como apuntaba el Tribunal Supremo en el caso Parot – contra quienes se le parezcan o amenacen en convertirse en él. Y esto, una vez más, comprende a quienes cometen delitos violentos pero a la vez incluye a los que protestan, se manifiestan en las calles o simplemente disienten con la línea de argumentación de los partidos mayoritarios.
Claro que el caso De Juana no sólo sirve como arma arrojadiza contra el abertzalismo o, de manera general, contra quienes defienden el derecho a decidir de los diferentes demoi que integran el Estado. Detrás también anida la pretensión de imponer el encierro irrevocable para todos aquellos que puedan considerarse un “peligro social”. El listado de la derecha suele ser vasto: terroristas islámicos, traficantes de drogas y pederastas, entre otros. Sería ingenuo, en todo caso, pensar que esta sed de rigor punitivo –que no suele exigirse, todo sea dicho, cuando los involucrados provienen de las propias filas o de aliados cercanos- pueda saciarse con la demanda de prisión perpetua. Junto a ella, en efecto, ondea agazapada otra bandera que la derecha –muestras no faltan- estaría bien dispuesta a hacer suya: la de la pena de muerte. En un contexto como el actual, la sola introducción de este debate sería una auténtica tragedia civil. Pero el caso De Juana –no se olvide: el del asesino irrecuperable, el del infra-hombre- le brinda elementos para hacerlo. Sólo por eso, sería un error interpretarlo como una simple obsesión de verano.
agost 7th, 2008 → 11:29 @ nohihadret
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