El pasado mes de febrero, en la presentación del Informe del Observatorio DESC sobre el derecho a la vivienda realizada en el Colegio de Abogados de Barcelona, el relator de Naciones Unidas, Miloon Kothari, señaló que los casos de acoso inmobiliario en España eran más graves que en cualquier otro país de Europa y que las autoridades debían actuar con premura para erradicar lo que definía como una “auténtica vergüenza social”.
El acoso inmobiliario aparecía ligado a dos factores estructurales: la insuficiente regulación del mercado privado de alquiler y la ausencia de un parque público de vivienda asequible. Piénsese en el caso de la educación o de la salud. Su satisfacción como derechos depende en buena medida de la existencia de equipamientos públicos y de un sector privado bajo control. En cambio, cuando se trata de ámbitos como el trabajo o la vivienda, es el sector privado, articulado en las relaciones empresario-trabajador o propietario-inquilino el que determina las políticas respectivas. Estas relaciones no son relaciones de igualdad. En ellas, por el contrario, una de las partes, los propietarios de las empresas o de los bienes inmobiliarios, tiene una clara situación de ventaja sobre la otra.
En el ámbito laboral, al menos, esta desigualdad se ha visto parcialmente mitigada por la existencia de leyes y de organizaciones específicas de protección de los trabajadores. Los inquilinos, en cambio, no han gozado de protección equivalente frente al uso especulativo de la vivienda por parte de los propietarios, sobre todo cuando éstos tienen una posición dominante en el mercado. En este contexto, no extraña que el acoso inmobiliario se haya convertido en una práctica extendida. Según el Consejero de Vivienda de la Generalitat, Francesc Baltasar, unas 10.000 familias catalanas lo padecen. Las víctimas más frecuentes suelen ser personas mayores y sin recursos y tiende a reproducirse en barrios con fuerte presión inmobiliaria como los que son objeto de transformación urbanística o las viviendas de renta antigua. La gravedad del fenómeno es tal que en los últimos años han surgido diferentes colectivos de apoyo a las víctimas, como el “Taller contra la violencia inmobiliaria” o la asociación “Afectados por el Mobbing Inmobiliario”. La presión social también ha obligado a actuar a las instituciones. Se han creado, así, mecanismos como una fiscalía especializada, coordinada con las entidades locales, y teléfonos u oficinas municipales de atención a las víctimas que denota una mayor sensibilidad frente al fenómeno.
A nivel informativo, también se han dado algunos pasos importantes. La última reforma del Código Penal aprobada por el Consejo de Ministros prevé un nuevo apartado en el título referido a delitos contra la integridad moral que tipifica el acoso inmobiliario, junto al laboral, y contempla penas de prisión de hasta 2 años (artículo 173.1). Se trata de una regulación específica que, seguramente, permitirá superar las dificultades que los tribunales encuentran a la hora de dar respuesta al fenómeno a partir de los tipos penales de coacciones y del delito contra la integridad moral.
En Catalunya, la nueva Ley 18/2007 del derecho a la vivienda se hace eco de otras normas vigentes en países del entorno. Es el caso de los Estados Unidos, que desde 1968 contaba con una ley, la Fair Housing Act, que define, prohíbe y castiga el acoso. Y también de la Unión Europea, que ha aprobado diversas directivas comunitarias que permiten luchar contra la discriminación. Como desarrollo de estas directivas, la ley establece diversas medidas de prevención y sanción del acoso, que por primera vez se define como una conducta que se produce “por actuación u omisión con abuso de derecho [y] tiene por objetivo perturbar a la persona acosada en el uso pacífico de su vivienda, creando un entorno hostil, ya sea en el aspecto material, en el personal o en el social, con la finalidad última de forzarla a adoptar una decisión no querida sobre el derecho que la ampara para ocupar la vivienda” (artículo 45.2). Estos comportamientos se califican como infracciones muy graves (artículo 123.2.a) y se castigan con multas que pueden llegar a los 900.000 euros (art. 118.1), cuantía elevada que se explica por las plusvalías especulativas que el acosador puede llegar a obtener.
La ley, al considerar la conducta como discriminatoria, facilita la sanción con una cierta flexibilización probatoria, ventaja evidente respecto de la jurisdicción penal. Se invierte, así, la carga de la prueba (artículo 47) y, por tanto, deberá ser el arrendador quien aporte justificación suficiente de la conducta si pretende evitar las sanciones. También se obre la legitimación a personas jurídicas defensoras de intereses colectivos (artículo 48). La competencia para la tramitación y la imposición de sanciones, por otro lado, corresponderá al Departamento de Medio Ambiente y Vivienda de la Generalitat, pero también la podrán ejercer los entes locales (artículo 130), a menos que el importe exceda los 500.000 euros (artículo 131.1).
Estas medidas, en todo caso, quedarían en papel mojado si no se articulan protocolos y mecanismos de investigación adecuados en los que se involucren las administraciones locales, el colegio de administradores de fincas, las asociaciones de consumidores y los diferentes cuerpos de policía, así como las empresas de suministro de servicios como agua y luz. También es menester identificar qué situaciones pueden dar lugar a la apertura de un expediente de sanción administrativa, ya que la ley tan sólo establece una: la negativa injustificada de los propietarios de vivienda a cobrar la renta arrendaticia, que será considerada un indicio de acoso inmobiliario. Y, en todo caso, estas medidas resultaran insuficientes para afrontar el fenómeno si no se tiene presente que éste tiene su origen en un modelo urbanístico y habitacional injusto e insostenible. Este modelo no es el producto inexplicable de ninguna “mano invisible”. Responde a medidas deliberadas, como el reciente anteproyecto de ley estatal que pretenden favorecer el acceso al alquiler facilitando, de manera paradójica, el desahucio de los arrendatarios más vulnerables. El argumento es similar al que pretende asegurar una mayor ocupación desregulando las relaciones laborales y facilitando el despido. Las consecuencias son conocidas. En realidad, mientras no se eviten los precios abusivos del alquiler privado y no exista un parque público de vivienda asequible, el acoso inmobiliario continuará siendo una “vergüenza” incrustada en el corazón del proclamado pero poco realizado Estado social de derecho.
Font: Revista Jurídica Advocats de Barcelona
setembre 7th, 2009 → 11:27 @ nohihadret
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