Al cierre del 2010, todo indica que la Unión Europea ha abdicado de la tarea de construir de un proyecto social y democrático a escala continental para convertirse en su más enconada adversaria. El eje Berlín-París-Londres está consiguiendo imponer su pretensión de consolidar un mecanismo de rescate financiero condicionado a la aceptación de políticas de “austeridad” y de congelar hasta el año 2020 un presupuesto comunitario no mayor al 1% del PIB de los Estados miembros. Estas medidas sólo pueden comportar la profundización de un camino de servidumbre muy diferente al fantaseado por Friedrich Hayek. Como mínimo, para los países situados en la periferia de la actual UE, que se verían constreñidos a aplicar una serie de políticas suicidas para su propia recuperación interna, so pena de perder los fondos comunitarios y, llegado el caso, su derecho de voto en las instituciones europeas. Los impulsores de estas políticas son plenamente conscientes de su carácter anti-popular. Por eso pretenden trasladarla al mortecino Tratado de Lisboa a través de un procedimiento especial que exigiría el visto bueno de los parlamentos estatales pero que permitiría, al mismo tiempo, sortear los incómodos e imprevistos referendos ciudadanos. La deriva elitista y tecnocrática de la UE ha devenido así en obstinación. A excepción de algunas honrosas excepciones, las energías democratizadoras hoy existentes en el espacio europeo no provienen de sus instituciones. Más bien, radican en las voces que, de Atenas a París, de Dublín y Lisboa a Londres, Roma, Madrid o Barcelona, se están atreviendo, con enormes dificultades, a contestar este proceso en las calles, en los barrios, en los lugares de estudio y de trabajo, negándose a asumirlo como si de un irresistible designio divino se tratara.
Cuando el tsunami financiero proveniente de Estados Unidos se desplazó a Grecia, algunas voces optimistas pensaron que la Europa social llamaría a la puerta. Que la retórica a favor de un “gobierno europeo” se traduciría en un esfuerzo coordinado por establecer un centro redistributivo de ámbito continental, por convertir al Banco Central Europeo, a la manera de la Reserva Federal, en un emisor masivo de euro-deuda y por yugular, en fin, a unos capitales especulativos que amenazaban los fundamentos mismos de la integración. Sin embargo, los bancos golpearon primero y las instituciones europeas no tardaron en exigir medidas drásticas para reducir unos déficits públicos largamente disimulados o generados, como en el caso español, para licuar las deudas privadas de las entidades financieras.
El gobierno socialista de Papandreu decidió que la única manera de plegarse al mandato del directorio franco-alemán consistía en sacrificar salarios y pensiones y en aumentar los impuestos indirectos. Todo ello en un país que dedicaba un 3,6% de su PIB a gastos militares y cuya estructura fiscal era una de las más regresivas del continente. Con el aliento griego encima y la amenaza de unas agencias de calificación de deuda libres de todo escrutinio público, también el gobierno del PSOE optó por soltar el lastre de la retórica social utilizada durante los años de euforia inmobiliaria. El paquete de ajustes incluyó la puesta en marcha de ingentes ayudas a la banca, el estímulo a las fusiones y a la privatización de las cajas de ahorro y el inmediato sacrificio de derechos sociales y laborales de por sí débiles en comparación con los vigentes en la antigua UE de los quince. Ni una medida dirigida a limpiar y democratizar el sistema de crédito, poniéndolo al servicio de emprendimientos social y ambientalmente sostenibles. Ni una a dar respuesta al drama de las más de 350.000 familias afectadas por el fraude inmobiliario y las ejecuciones hipotecarias. Ni una a revertir la regresividad del sistema fiscal y atenuar, así, las desigualdades y la exclusión que están alimentando el crecimiento de la xenofobia y la extrema derecha. Nada que pudiera enviar una señal equívoca a unos mercados financieros bien dispuestos, en cambio, a especular sin rubor contra sus benefactores. Poco a poco, la debilidad y de la falta de coraje político de los gobiernos de la periferia europea se hizo evidente. Y los mercados no tardaron en cebarse con Irlanda y Portugal. Allí, la crisis también pasó la factura de haberse calzado demasiado pronto el corsé que supusieron la entrada en el euro y la asunción de los criterios de convergencia pergeñados en Maastricht.
Lejos de quedarse en la periferia europea, la fiebre del ajuste se extendió también al norte. Si en el sur los ejecutores han sido unas socialdemocracias desnortadas, que al desmovilizar a sus bases cavaron su propia tumba ante los especuladores, en el norte el protagonismo ha correspondido sobre todo a los gobiernos conservadores. Cuando estalló la crisis, algunos, como el de Nicolás Sarkozy, fueron los primeros en apostar tácticamente por “refundar el capitalismo”. Pero aquella consigna se reveló pronto como una mera cortina de humo, como una manera de ganar tiempo en un país que, ya desde las huelgas de 1995 contra los planes neoliberales de Juppé, cuenta con una sólida tradición de luchas en defensa de lo público. Consciente, sin embargo, de que la economía francesa no es la alemana, Sarkozy no tardó en aprovechar la coyuntura para cargar contra el sistema público de pensiones, imponiendo prácticamente sin debate parlamentario, la ampliación de la edad de jubilación. El recién estrenado gobierno de David Cameron no le ha ido a la zaga. A poco de asumir, entregó a los especuladores un 40% del gasto social, intentando hacer pasar como medida de racionalización administrativa lo que en el fondo constituye una nueva carga de profundidad contra dos de los pilares históricos del Welfare británico: la sanidad y la educación públicas.
Que estas políticas comportan un auténtico estado de emergencia económico, impuesto al margen o al filo de la legalidad vigente queda probado, en buena medida, por la manera furtiva en que los países fuertes de la UE han decidido reflejarlo en el Tratado de Lisboa. Lejos queda el tiempo en que, tras el rechazo francés y holandés al tratado constitucional, las clases dirigentes europeas planteaban la necesidad de un Plan B que acercara la UE a la ciudadanía y que perfeccionara los mecanismos de participación democrática. La idea, ahora, es precisamente la opuesta: evitar, a cualquier precio, referendos que puedan llevar el debate sobre el proceso de la integración a la opinión pública y acarrear resultados no queridos. Desde esta perspectiva, incluso la reforma del Tratado de Lisboa se presenta como un trámite engorroso. Engorroso pero inevitable, si se tiene en cuenta que son varias ya las demandas de constitucionalidad planteadas ante el Tribunal constitucional alemán contra el Fondo de Ayuda Financiera de 750 mil millones de euros aprobados el pasado mes de mayo sin discusión parlamentaria alguna.
A estas alturas, no es ningún secreto que el marco económico impuesto por la UE, sobre todo en la zona euro, está abiertamente reñido con la mejor tradición del constitucionalismo social y democrático de la que muchos estados miembros pretenden extraer su legitimidad. La crisis, en efecto, ha demostrado la extrema debilidad, cuando no la futilidad de protocolos, cláusulas sociales y cartas europeas supuestamente encargados de frenar la erosión de derechos arduamente conquistados. Pero no sólo eso: también ha forzado reformas regresivas y mutaciones en las constituciones formalmente vigente en los estados, sobre todo en aquellas más exigentes desde el punto de vista de su contenido social. Este es el caso, por ejemplo, de Portugal. Allí, el avanzado texto de 1976, aprobado tras la revolución de los claveles, tuvo que ser reformado en siete ocasiones, entre otras razones, para acomodarse a la horma monetarista y neoliberal de la constitución económica europea. Y ahora, no por casualidad, ha sido objeto de un nuevo embate a manos de la derecha conservadora, que ha impulsado una octava modificación con el propósito de devaluar el alcance normativo de derechos sociales básicos como los derechos a la educación y a la sanidad, públicos y gratuitos. Este fenómeno, en cualquier caso, también ha impactado en estados con constituciones sociales relativamente más débiles. Así lo demuestra la experiencia española, donde el propio tribunal constitucional tuvo que recurrir a una dudosa operación semántica para compatibilizar la “supremacía” del texto de 1978 con la “primacía” del derecho de la UE, y donde el Partido Popular no ha dudado en proponer la constitucionalización de la ausencia de déficit como una forma, precisamente, de europeizar el derecho interno.
Más allá de la cuestión de la legalidad, estas políticas estás revelándose, además, como un despropósito desde el punto de vista de su efectividad. No servirán para conseguir algunos de los fines que aseguran perseguir, como aplacar a las oligarquías financieras. Por el contrario, lo más probable es que desaten un espiral de recortes que ahondará el actual marco recesivo, empujará a algunos países directamente a la depresión y aumentará todavía más la exclusión social. Es más, si la desintegración y el dumping social no han ido ya más lejos, es, nuevamente, gracias a las protestas que, de manera embrionaria pero persistente, se han propuesto plantar cara a estas políticas y despojarlas de su aura de inevitabilidad. A diferencia de lo que podía ocurrir a inicios del siglo pasado, estas resistencias se producen tras décadas de políticas neoliberales, en un contexto de fuerte fragmentación social y sindical y con la extrema derecha al acecho. Lo cierto, empero, es que sin las huelgas generales griegas, francesas y portuguesas, sin la movilización, contra el miedo y el chantaje, de millones de trabajadoras y trabajadores, de parados, precarios, estudiantes y pensionistas de todo el continente, las perspectivas serían sin duda peores.
Los grandes grupos económicos y mediáticos y sus aliados políticos son plenamente conscientes de ello. Por eso, a pesar de la relativa debilidad de la respuesta social producida hasta ahora, han combinado el desdén por la misma con su criminalización preventiva. En Grecia, el gobierno no tardó en sacar a relucir el espantajo del manifestante terrorista y la represión pronto sumó en su haber varios muertos y centenares de heridos y detenidos. En Francia, Sarkozy lanzó los gendarmes a las calles para obligar a los manifestantes a volver a sus trabajos, y aunque algunos tribunales consideraron que la medida constituía una restricción ilegítima al derecho de huelga, la cifra de arrestados pronto superó los dos mil. Incluso en el caso español, donde el paro juvenil es ya del 40% y donde la protesta no fue ni la mitad de intensa que en Grecia o Francia, bastó que la huelga del 29-S tuviera más éxito del esperado para que la patronal, la derecha política y ciertos medios de comunicación la rebajaran a un ejercicio de vandalismo protagonizado por sindicalistas y anti-sistemas que pretendían acabar con el Estado de derecho.
En realidad, quienes buscan reducir la protesta social a actos aislados de salvajismo o de delincuencia no sólo tratan de despojarla de legitimidad. También intentan minimizar u ocultar la enorme violencia pública y privada que hay detrás de las políticas impuestas para afrontar la crisis. Y es que en el fondo, en el conflictivo escenario que se extiende por Europa en estos tiempos, dos proyectos se baten a duelo. Uno, el del ajuste y el despotismo financiero, lleva en su seno la semilla de un futuro lúgubre, capaz de convocar los peores fantasmas del populismo represivo, la xenofobia y el nacionalismo excluyente. El otro, el de la Europa movilizada en defensa de los derechos sociales y los bienes públicos, comunes, contiene en cambio la promesa de una alternativa igualitaria y democrática al desorden actual, dentro pero también más allá de las fronteras estatales. En ese contexto, el imperativo ético y político de los tiempos por venir no puede ser otro que preservar esta Europa indómita de la fragmentación, el enfrentamiento cainita y la criminalización. Y hacerle espacio. Y conseguir que dure.
octubre 25th, 2010 → 10:04 @ nohihadret
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