La ordenanza del civismo aprobada en Barcelona en 2006 representa un punto de inflexión en el tratamiento jurídico del fenómeno del trabajo sexual. En realidad, el asedio a las trabajadoras sexuales es una práctica que viene de lejos, pero que se intensificó en los años 90’. Las transformaciones urbanas generadas por la organización de los Juegos Olímpicos de 1992 y el impulso de una ciudad globalizada, competitiva y atractiva para el turismo, contribuyeron de manera decisiva a que el fenómeno fuera percibido como algo molesto que la policía debía erradicar. El candidato a la alcaldía del Partido Popular, Alberto Fernández Díaz, llegó a defender la creación de una unidad especial de la policía municipal, la Guardia Urbana, con el propósito de “poner fin a todas las prácticas irregulares en la vía pública” y utilizó a la prostitución como ejemplo de actividad que “da una mala imagen a la ciudad”. Desde el propio Ayuntamiento se optó por delimitar el fenómeno espacialmente, en zonas y barrios. Esta decisión se inspiraba en parte en la reglamentación madrileña de 1865, que exigía “no establecer los burdeles en los puntos de frecuente concurrencia pública”. Así, mientras la prostitución de clase alta se establecía sin mayores impedimentos en locales de lujo, en el Raval, el Barrio Chino de la Barcelona de Vázquez Montalbán, comenzaron a cerrarse los meublés del núcleo cabaretero de la parte baja de la ciudad.
El verdadero salto normativo en la materia se produjo, en todo caso, con la ordenanza de 2006. En la de 1998, sobre el uso de vías y espacios públicos en la ciudad, no había ninguna previsión concreta al respecto, aunque el texto dio lugar a diversas estrategias de persecución amparadas en el paraguas del “uso abusivo de la vía pública”. Con base en este tipo de categorías, se llegaron a imponer multas de hasta 900 euros, duramente criticadas por las asociaciones que trabajaban en el sector. En el texto actualmente vigente, resulta clara la pretensión, más que de prohibir, de ocultar el fenómeno de la mirada pública. De “preservar a los usuarios de la vía pública” –en palabras de la Ordenanza- “de la inmersión obligada en un contexto visual de comercio y explotación sexual”.
Aunque la norma no lo dice, es difícil no ver tras la regulación y sanción de la prostitución su consideración como una afrenta a la moralidad social que incomoda a ciertos intereses o grupos sociales y económicos de la ciudad. Para evitar esta acusación, el consistorio se vale de algunos argumentos que ponen el énfasis en los colectivos más vulnerables involucrados: la lucha contra la explotación sexual y la protección de los menores frente a la exhibición del fenómeno.
Uno de los motivos principales, en efecto, invocados para justificar la regulación del espacio público es la protección de las personas frente a la explotación realizada por redes organizadas (art. 38.1). Esta declaración de intenciones, sin embargo, resulta poco creíble si se atiende al sujeto activo de la infracción. Efectivamente, y de forma paradójica, la diana sancionadora no se coloca en el proxeneta sino en la supuesta víctima, de manera que la prevención de la explotación se lleva adelante persiguiendo, no a los explotadores, sino a las personas implicadas y a sus clientes. No es casual que algunas asociaciones como la Plataforma Comunitaria Trabajo Sexual y Convivencia consideren que la norma tiende a fomentar, más que a erradicar, la explotación. Así lo ha manifestado hace poco Clarisa Velocci, portavoz de Genera, cuando afirma que “ocultar la realidad de forma hipócrita sacando a las prostitutas de la calle no ayudarás a prevenir la explotación, sino todo lo contrario”.
Este enfoque criminalizador del problema, en realidad, está reñido con la visión victimista de la prostitución que las instituciones suelen defender en sus políticas públicas. Desde la perspectiva institucional, la prostitución sólo puede explicarse por la coacción o la explotación de un tercero, nunca por un acto de voluntariedad de las mujeres. A pesar de ello, las normas del civismo tratan a quienes la ejercen como incívicas a las que es necesario sancionar y perseguir policialmente.
Lo que ocurre, una vez más, es que la finalidad real del texto no consiste tanto en resolver la problemática social o personal de las trabajadoras sexuales como en hacer desaparecer el fenómeno de la calle. Así lo reconoció, de hecho, el propio constitucionalista Luis María Diez Picazo, uno de los redactores del texto, quien declaró a la prensa que “el ayuntamiento no pretende inmiscuirse en la regulación de la prostitución en España, pero sí sacarla de las calles de Barcelona”. Este objetivo, como es evidente, debe enmarcarse en la tendencia más amplia a “borrar” de la ciudad o de la vista cualquier comportamiento o actitud considerada indeseable o fuente de peligrosidad social. En este escenario, la trabajadora sexual es percibida y tratada como una alteridad molesta, como una figura malévola y amoral que perturba “la convivencia” y genera “problemas de viabilidad en los lugares de tránsito público” (art. 38.1).
Para cumplir con sus objetivos higienistas, la ordenanza realiza una regulación detenida pero abierta y vaporosa, que se mueve al límite, cuando no al margen, del principio de legalidad recogido en el artículo 25 de la Constitución española, y que otorga a la policía un margen desmedido de intervención en su aplicación concreta.
El artículo 39.3 del texto prohíbe explícitamente “mantener relaciones sexuales, mediante retribución, en el espacio público”. Curiosamente, esta norma pone de relieve que lo que se persigue no es la concreta perturbación que dichas actividades puedan causar en el uso del espacio público, ya que la misma conducta realizada sin retribución no es constitutiva de infracción. La norma, de hecho, excluye en principio las relaciones sexuales que puedan realizar una pareja de excéntricos, exhibicionistas o simplemente unos amantes fogosos. Esto implica que la conducta se sanciona en función de las partes implicadas, antes que por la perturbación efectiva que su realización pueda suponer para el “tránsito público”.
Por razones similares, tampoco resulta creíble, en este caso, el argumento de la protección de los menores expuestos al fenómeno, ya que éstos difícilmente podrían distinguir si ha existido o no prestación económica en un acto sexual concreto. El artículo 39.2 intenta establecer un criterio espacial, vetando estas conductas cuando se lleven a cabo en espacios situados a “menos de doscientos metros de distancia de centros docentes o educativos en los que se imparten enseñanzas del régimen general del sistema educativo”. La limitación geográfica para proteger a los menores también es confusa y puede dar pie a interpretaciones arbitrarias. Para comenzar, porque el término “centro educativo” es excesivamente amplio. En segundo lugar, porque no queda claramente vinculada al horario lectivo o a la presencia de los menores.
En realidad, la determinación de los supuestos en que exista retribución o no son un problema para cualquier espectador externo, incluidos los agentes de autoridad que pretendan iniciar un expediente sancionador. Por ejemplo, la ordenanza prohíbe la oferta o la demanda directa o indirecta de servicios sexuales retribuidos en el espacio público, cuando estos excluyan o limiten los diferentes usos del mismo ¿Cuándo se tiene por probada una oferta sexual indirecta? ¿Cómo podrá la policía conocer el contenido de la conversación entre dos personas y probar que ha existido oferta o negociación de servicios sexuales? La única forma de hacerlo, en principio, es escuchando la conversación privada entre dos personas, lo cual vulneraría la intimidad de una conversación.
En un contexto así, parece difícil evitar el recurso a percepciones subjetivas, seguramente atravesadas por prejuicios extendidos aunque reñidos con el derecho a no ser discriminado. Las sospechas variarán según se trate de un lugar u otro, de la compañía de mujeres con apariencia “decente” o “indecente”, de la procedencia étnica de los implicados. Un caso práctico es el de las controvertidas fotografías del Mercado de la Boquería, publicadas en el verano de 2009, a las que todo el mundo vinculó a una situación de sexo pagado. Seguramente esto era así, pero los criterios que sostenían tal percepción no dejaban de ser prejuicios peligrosos que bien podrían conducir a situaciones de aplicación arbitraria de la norma.
Este modus operandi, en realidad, es propio de un derecho sancionador de autor, donde lo fundamental son más las características de la persona que la gravedad de la conducta realizada. En la práctica, esto crea un entorno de acoso y de hostilidad constante a muchas de las mujeres que viven y trabajan en calles como Robadors. Muchas de ellas han sido sancionadas simplemente por caminar por la calle o detenerse a hablar con sus vecinos. La infracción, en estos casos, se aplica por el hecho de ser trabajadora sexual, sin distinguir si en el momento concreto estaban realizando o no la actuación prohibida. Esta práctica policial contribuye a mezclar la vida profesional y personal de la mujer, reproduciendo el estigma de la ‘puta’ como identidad, sobre todo entre aquellas pertenecientes a clases bajas y étnicamente vulnerables. No es ocioso recordar, en este sentido, que la Agencia de Protección de Datos de la Generalitat de Catalunya ya ha sancionado al ayuntamiento de Barcelona por vulnerar el derecho de las mujeres con un fichero creado para tenerlas identificadas.
El conjunto de sanciones previstas por las ordenanzas han sido calificadas por el ex fiscal Carlos Jiménez Villarejo como un “auténtico código represivo” que crea un “entorno humillante”. En el caso de las trabajadoras sexuales, muchas de sus actuaciones pueden acabar consideradas como actos de desobediencia a la autoridad. La indeterminación de la previsión ha hecho que muchas de ellas, en realidad, hayan acabado detenidas en la comisaría y obligadas a afrontar un proceso penal que no pocas veces torna aún más precaria su situación.
La falta de proporcionalidad de algunas sanciones previstas –como las multas- se agrava por la ausencia de toda previsión relativa a la situación económica de la persona infractora. De ese modo, se asume una práctica jurídicamente inadmisible: la de establecer normas severas a sabiendas de que no podrán ser cumplidas a causa de la situación económica de sus destinatarios. En la práctica, la aplicación de estas multas y el eventual embargo de las cuentas corrientes tienden a empeorar aún más la situación de vulnerabilidad de muchas mujeres, incluidas aquellas inmersas en procesos de búsqueda de formas de vida alternativas.
El artículo 41 de la ordenanza, ciertamente, prevé todo un catálogo de intervenciones específicas y de medidas de asistencia encaminadas, literalmente, a “abandonar estas prácticas”. Y también anuncia la intención de aprobar un Plan para el Abordaje Integral del Trabajo Sexual con el propósito de “evitar que la oferta de servicios sexuales en la vía pública afecte la convivencia ciudadana”. El problema de estas previsiones son los presupuestos moralistas y paternalistas sobre los que se asientan, presumiendo que las mujeres afectadas quieren abandonar esta actividad. No hay, en realidad, ningún respeto por ni reconocimiento de las trabajadoras sexuales que optan por serlo.
Un lustro después de la aprobación de la ordenanza del civismo, la persecución de la prostitución ha arrojado a las trabajadoras sexuales a un escenario de mayor precariedad, exponiéndolas como nunca a la violencia de organizaciones criminales y a las exigencias de los propios clientes y deteriorando su acceso a los sistemas de salud y a la prevención de enfermedades. Su estigmatización, en realidad, ha desplazado el fenómeno en dos direcciones diferentes. Por un lado, hacia lugares menos visibles, y a la vez menos protegidos, en los que los vínculos con otras trabajadoras e incluso con las redes de apoyo vecinal se desdibujan. Por otro, hacia los locales de alterne, contribuyendo así al negocio de los proxenetas en detrimento de la autonomía y de la capacidad negociadoras de las propias trabajadoras.
A primera vista, la ordenanza ha convertido su comprensión del civismo y del incivismo en sentido común dominante, en una suerte de estado idealizado de convivencia en el que ciertas prácticas urbanas son previamente definidas como ilegítimas e inaceptables. En el caso de la prostitución, el discurso vigilante y sancionador ha ido acompañado de un discurso abolicionista en el que los argumentos no han sido muy diferentes a los utilizados para justificar la persecución de mujeres musulmanas que usan velos como el burka o el niqab. Con arreglo a este punto de vista, basado supuestamente en la defensa de la dignidad de las mujeres, éstas deben ser protegidas por su bien e incluso contra su voluntad. Lo que esta aproximación al fenómeno es incapaz de ver es que, por más execrables que la prostitución o el velo puedan resultar a algunas personas en el plano moral o político, ello no autoriza a la sanción o al castigo si es fruto de la elección libre de una mujer mayor de edad. Y mucho menos si se deriva de la coacción de una tercera persona o de su propia cultura. En este caso, más bien, quien debería ser objeto de sanción no son las supuestas víctimas sino quien, por detrás, las amenaza o las coacciona. Si algo puede llevar a que las trabajadoras sexuales, como otros trabajadores, adopten planes de vida alternativos, es su libre convencimiento, que sólo puede basarse en la educación, la persuasión y, sobre todo, en la la disposición de medios materiales y económicos que aseguren su autonomía y su capacidad para vivir sin permiso de otros.
gener 7th, 2011 → 11:15 @ nohihadret
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