Reino de España: ¿por quién suenan las alarmas?

gener 2nd, 201110:01 @

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Han pasado más de veinte días desde que el gobierno español decidiera militarizar los aeropuertos y decretar el Estado de alarma para lidiar con los reclamos de los controladores aéreos. La prórroga de esta situación de excepción está prevista, como mínimo, hasta el próximo 15 de enero. El agravamiento de la crisis en otros ámbitos y la escasa simpatía mediática y social suscitada por los controladores ha contribuido a quitarle hierro a la medida. Sin embargo, su normalización no debería ser vista como una cuestión menor o como un asunto que no atañe a la mayoría de personas que (mal)viven de su trabajo. Sobre todo teniendo en cuenta que se produce en un contexto caracterizado por un ataque sin contemplaciones a derechos sociales y laborales arduamente conquistados.

 

Para justificar la militarización del servicio y la posterior declaración del Estado de alarma, el gobierno presentó la protesta de los controladores como una huelga salvaje, a traición, causante de una “situación de calamidad pública de enorme magnitud, por el elevado número de ciudadanos afectados, la entidad de los derechos conculcados y la gravedad de los prejuicios causados”. Las imágenes, reproducidas intensamente en los medios, de aeropuertos atestados de familias que no podían volar, reforzaron esta idea. Vista con algo de frialdad, la realidad resulta más compleja.

 

La protesta de los controladores puede cuestionarse desde muchos ángulos. De entrada, por no haber tenido en cuenta los intereses de otros trabajadores aeroportuarios ni los de los usuarios que volaban en esos días. Esta actitud, no cabe duda, es el reflejo de una ceguera corporativa cultivada durante años por un sector habituado a defender sus intereses de manera aislada. Pero por torpe que parezca, no puede despacharse como una simple decisión irracional. Desde comienzos del 2010, el gobierno español había venido aprobando diferentes medidas para reducir los salarios de los controladores, ampliarles las horas de trabajo y abrir las puertas a la privatización de AENA (Aeropuertos Españoles y Navegación Aérea). Muchas de estas medidas fueron ratificadas poco antes del puente de la constitución e incluidas de manera subrepticia en normas que regulaban cuestiones más amplias, como la privatización de Loterías y Apuestas del Estado o el incremento del impuesto sobre el tabaco. Esta política de secretismo y de hechos consumados fue dinamitando las condiciones para el diálogo, arrinconó a los controladores y precipitó las alternativas más extremas, como las que condujeron al abandono de los puestos de trabajo los días 3 y 4 de diciembre. Que se tratara, en los hechos, de una “huelga salvaje” o no, puede revestir relevancia jurídica e incluso política. Pero no debería ocultar la deslealtad (a menudo igualmente “salvaje”) con la que el gobierno ha decidido afrontar los conflictos laborales, señaladamente desde el estallido de la crisis.

 

En su comparecencia ante el Congreso de los Diputados para justificar la declaración del Estado de alarma, el presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, sostuvo que de lo que se trataba era de acabar con una situación de privilegio. Incluso recordó una sentencia de la Audiencia Nacional de mayo de este año en la que se afirmaba que, para defender sus intereses, los controladores habían llegado a utilizar el “convenio colectivo en fraude de ley”. Pues bien, esta preocupación por combatir a asalariados supuestamente privilegiados que desvirtúan la legislación laboral para blindar sus intereses no puede generar sino suspicacias. En la sociedad española hay castas con ingresos mucho más suculentos que los de los controladores, contra las que no se actúa o a las que se favorece abiertamente. Ahí está la Casa Real, capaz de resistir con éxito a cualquier recorte sustancial a unos fondos que, en la práctica, exceden con creces las partidas presupuestarias específicas. O los comités de administración de ciertas entidades financieras, que a pesar de su responsabilidad en la generación de la crisis, han incrementado sin rubor sus abultados ingresos, sin que se lleve contra ellos ninguna actuación contundente.

 

En realidad, todo conduce a pensar que tras la auténtica Blitzkrieg emprendida contra los controladores hay algo más que el intento de reducir un inexpugnable foco de privilegio. Los objetivos, que han ido adquiriendo mayor visibilidad una vez atenuada la furia mediática inicial, parecen bastante menos nobles: llevar el ajuste y el recorte del gasto también al ámbito del tráfico aéreo, privatizando parte de su gestión (el Ministerio de Fomento ya ha ordenado la de 14 torres de control) y obteniendo, a golpe de disciplina castrense si hiciera falta, una plantilla de trabajadores más precarizada y dócil. Que con ello el gobierno consiga ahorrar dinero en el corto plazo, es posible. Que la seguridad aérea, la calidad del servicio y los derechos de los usuarios resulten beneficiados, mucho más improbable.

 

Ciertamente, también es posible adivinar otros propósitos tras estas medidas de excepción. Hay uno medular: la protección de un sector que, tras el estallido de la burbuja inmobiliaria y el hundimiento de la construcción, ha devenido estratégico: el del turismo. Además de aparecer como la balsa a la que asirse en medio del naufragio, este sector cuenta con poderosos aliados entre la patronal, comenzando por el flamante vicepresidente de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales, Arturo Fernández. Esta semana, de hecho, Fernández ha defendido con vehemencia las acciones legales en las que la patronal exige el embargo de los bienes de los controladores como reparación a los perjuicios causados. De lo que se trata, ha dicho, es de “dejar claro que a partir de ahora las huelgas salvajes o los abandonos de los puestos de trabajo […] no solo las debemos pagar los ciudadanos”.

 

Esta construcción empresarial del interés general ha sido clave en la embestida contra los controladores, y de hecho impregna buena parte de los argumentos jurídicos utilizados por el gobierno. Sólo así se explica, de hecho, la centralidad otorgada en el acuerdo del consejo de ministros por el que se decide la prórroga del Estado de alarma, a la “enorme gravedad” de los “perjuicios económicos causados” y al “daño originado a la imagen internacional de España”. Y es que nadie, ciertamente, puede negar que la actuación de los controladores causó una perturbación considerable a quienes volaban en aquellos días. Pero de ahí a presentar dicha perturbación como una “calamidad pública de gran magnitud”, capaz de justificar la aplicación al Estado de alarma de elementos más propios del Estado de sitio existe un enorme trecho. Analizados con frialdad, los inconvenientes generados por  los controladores no fueron mayores ni “en el número de ciudadanos afectados”, ni “en la entidad de los derechos conculcados”, ni en “la gravedad de los prejuicios causados”, que en otros supuestos menos aislados, como los despidos o los desahucios masivos. Y sin embargo, todavía no se ha oído a ningún miembro del gobierno describir estas situaciones como generadoras de “alarma social” o como inaceptables “pulsos al Estado”.

 

En realidad, asimilar la privación temporal del derecho a volar, en la mayoría de los casos por motivos turísticos, a una “calamidad pública” es una operación difícilmente sostenible. Sobre todo si con ello se pretende convertirla en presupuesto para la intervención militar o para la afectación de otros derechos constitucionales. De ser así, numerosas protestas sociales legítimas, sean huelgas o no, podrían ser consideradas delitos de sedición o sustraídas a la jurisdicción civil a través de un simple decreto gubernamental. Esta tentación de un uso expansivo, no claramente determinado, de las medidas de excepción, se advierte con más claridad aún en la declaración de la prórroga del Estado de alarma. Allí, el gobierno apela al “temor” de “la sociedad […] de que hechos similares puedan reproducirse de inmediato”. Pero la agitación de dicho “temor” y su atribución a la “sociedad” en su conjunto constituyen peligrosas operaciones retóricas que abren la puerta al demonio de la excepción normalizada, permanente, justificada a partir de la construcción a todas luces parcial de un “peligro público” contra el que todo estaría permitido.

 

Esta vis expansiva es, precisamente, uno de los aspectos más preocupantes de la operación gubernamental en el caso de los controladores. De hecho, no es casual, que en un contexto de ajuste a cualquier precio, haya dado pábulo a quienes pretenden una restricción más amplia del derecho de huelga en materia de servicios públicos. Si la privación temporal del derecho a volar, mayoritariamente por razones turísticas, es considerada una afectación gravísima a un “servicio público esencial” ¿qué no se diría de una protesta que, como en Francia o en Grecia, bloquee refinerías de gas o petróleo, corte carreteras o interrumpa el tráfico terrestre o marítimo? Si en Francia Nicolás Sarkozy recurrió al ejército para obligar a los huelguistas –contra la decisión de varios tribunales- a retomar sus actividades, ¿que no podría ocurrir en una España gobernada por el Partido Popular o por algún representante del “ala dura” del PSOE?

 

Salvando algunas indudables diferencias, la demonización del controlador-privilegiado se parece demasiado a la del funcionario-privilegiado y a la de otros trabajadores cuya relativa estabilidad se intenta presentar como un inadmisible un agravio comparativo en relación con otros trabajadores peor pagados, o con peores condiciones de trabajo. Esta estrategia discursiva, utilizable también contra otros supuestos receptores de prebendas públicas como los parados o los pensionistas, no es ingenua. Permite atizar el enfrentamiento entre diferentes categorías de trabajadores y colectivos vulnerables, desviando la atención sobre los auténticos focos de privilegio que existen en nuestras sociedades. Por eso, esta alarma no suena solo por los controladores. Suena, parafraseando a John Donne, por todos los que, de ahondarse esta senda, podrían verse convertidos en “privilegiados” cuyas quejas sólo podrían ser tratadas con la temible lógica de la excepcionalidad y la represión.

 

 

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