Hace unos años, el Tribunal Constitucional italiano decidió por amplia mayoría invalidar la ley que otorgaba inmunidad a los altos cargos del Estado. El entonces presidente del Consejo de Ministros, Silvio Berlusconi, montó en cólera. Declaró que todos los procesos en los que estaba involucrado eran una “auténtica farsa” solo explicable por la politización de los jueces. “Tenemos una mayoría de magistrados ‘rojos’ -conjeturó Berlusconi- muy bien organizados, que usan la justicia como forma de lucha política”. En España, el Gobierno parece decidido a emular sin complejos la estrategia del expremier italiano. No contra el Tribunal Constitucional, donde cuenta con una mayoría aquiescente y con un presidente orgulloso de su condición de afiliado y donante del Partido Popular. Pero sí contra cualquier juez o jueza dispuestos a confrontar, aunque sea tímidamente, sus intereses. La reacción desplegada ante la decisión de la Audiencia Provincial de Madrid sobre el “escrache” a la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría da cuenta de esta deriva. El Gobierno pretendía que los jueces dijeran que las manifestaciones pacíficas convocadas frente a las viviendas de cargos públicos constituían delitos de injurias, amenazas o coacciones. Algunos miembros del PP fueron más lejos: sostuvieron que eran actos de terrorismo, similares a los acosos nazis a la población judía. Los jueces les han negado la razón. Y para justificarlo, han acudido a una doctrina asentada en el derecho constitucional e internacional. Han recordado, por ejemplo, que el derecho de reunión y la libertad de expresión están íntimamente ligados al principio democrático. Y que por eso deben ser especialmente protegidos. Sobre todo cuando son ejercidos, de manera pacífica, para reclamar derechos sistemáticamente vulnerados. O por colectivos que, como los miembros de la PAH, carecen de recursos para contrarrestar el poder de los bancos o para hacerse sentir en los grandes medios. Evidentemente, el ejercicio del derecho a la protesta puede causar ruidos, desórdenes, molestias, una cierta alteración del curso normal de las cosas. Pero ese es su sentido. Especialmente cuando del otro lado hay cargos públicos o grandes poderes privados. Los cargos públicos, dijo el Tribunal Constitucional en una sentencia de 2005, no solo deben soportar “críticas más o menos ofensivas e indiferentes sino también aquellas otras que puedan molestar, inquietar, disgustar o desabrir el ánimo de la persona a la que se dirigen”. Al Gobierno no le gusta este tipo de argumentos. Hace tiempo, dos de sus militantes fueron detenidos por golpear al entonces ministro José Bono, del PSOE, con una bandera española. Era una marcha de la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT). El entonces líder de la oposición, Mariano Rajoy, acusó al gobierno de ordenar las primeras “detenciones políticas en democracia”. La secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, fue más audaz en la caracterización de los hechos: denunció la existencia de un “Estado policial” contra su partido. Estas loas a la libertad de manifestación contrastan con el actual celo con el que el Gobierno afronta una protesta en la que nadie resultó agredido. A diferencia de lo ocurrido en el pasado, el vicepresidente de organización del PP, Carlos Floriano, ha declarado sin temblar que la decisión de la Audiencia legitimaba “la violencia verbal”. Con esto, perseveraba en el mensaje de siempre: toda crítica al Gobierno es delictiva. Sobre todo cuando no se ciñe a la manifestación tradicional, previsible (el exalcalde madrileño, José María Álvarez del Manzano, llegó a sugerir la creación de “manifestódromo” -limpio, regimentado, en el que las protestas se conviertan en desfiles- que neutralizara estos inconvenientes). Pero las reacciones no se han quedado ahí. La presidenta del partido en Madrid, Esperanza Aguirre, ha decidido hacer suyos los modos berlusconianos. Haciendo gala de una exquisita concepción de la división de poderes, la supuesta representante del ala liberal del PP pidió por twitter al ministro de justicia que “deje bien claro que este tipo de autos y sentencias no se pueden producir”. Y atribuyó la absolución de los manifestantes a una conspiración de jueces socialistas. Cualquiera que conozca a fondo las inercias autoritarias que arrastra el Poder Judicial español sabe que estas declaraciones no pasan de ser una provocación. A diferencia de la italiana, la judicatura española mantiene intactas muchas de las amarras que la vinculan con el franquismo. Pero algo es cierto: ante abusos tan evidentes, tan groseros, una parte de los jueces ha comenzado a reaccionar. No por rojos ni por socialistas, como fantasea Aguirre. Sino por un elemental, mínimo, sentido del garantismo y de la equidad. De ahí la Ley de Seguridad Ciudadana, a través de la cual el Gobierno busca quitarse de encima el engorro de las garantías penales. De ahí el recurso a las multas, a menudo más sutil y efectivo que una pena de prisión o un golpe de porra. Cuando los jueces y la ciudadanía decidieron que la impunidad que lo rodeaba era intolerable, Berlusconi lo intentó todo contra ellos. Contra los jueces díscolos y contra quienes, en general, se negaban a aceptar el cóctel de políticas antisociales y corrupción extendida que pretendía promocionar. El destino final de Il Cavaliere muestra los límites de esa estrategia combinada de impunidad y criminalización de la protesta. El Gobierno del PP tampoco debería dormir tranquilo.
febrer 7th, 2014 → 3:02 @ user
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