En Sudáfrica, hoy hace 56 años la policía abría fuego contra una concentración anti-apartheid. Causó 69 muertos, 400 heridos y más de 1.000 detenidos. En recuerdo de la “matanza de Sharpeville”, la Asamblea General de la ONU proclamó esa fecha como el Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial. A pesar de ese tipo de gestos, o quizás por ello, no pocos europeos se sienten inmunes al contagio de prejuicios y discriminaciones. La percepción de que esa lacra pertenece al pasado, o a otros continentes, está fuertemente arraigada en la conciencia de ciertos sectores sociales. Los hechos, no obstante, parecen refutarlo.
En realidad, el imperativo categórico que nos llega de la “matanza de Sharpeville” cobra hoy en día plena actualidad. Tras cumplirse setenta años desde la liberación del fascismo, el viejo fantasma de la intolerancia cabalga de nuevo por el continente europeo. Se inflama con mensajes patrióticos que priman a nacionales frente a extranjeros. Se aprovecha del miedo para apuntalar el férreo bloqueo a quienes huyen con la esperanza de una vida mejor. Con todo tipo de dispositivos. De decenas de centros de internamientos por toda Europa; de campos inhóspitos de refugiados hacinados; radares, sensores, muros y alambradas; gases lacrimógenos en la frontera; uso de narcóticos y camisas de fuerza en las repatriaciones; vigilancia constante en los metros y aeropuertos; detenciones indiscriminadas y recortes de derechos. Y más de 3.000 personas muertas durante la travesía marítima a Grecia e Italia en la peor catástrofe humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial.
En tiempos de crisis, crece la xenofobia. Lo dice la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia en sus informes, cuando denuncia discriminaciones masivas contra la población extranjera. Un ejemplo de ello son los ataques contra los autobuses y centros de acogida de refugiados. Las urnas también muestran esa tendencia. Los buenos resultados de la extrema derecha en los últimos comicios europeos no tienen precedente.
Los vientos más fríos vienen del este. En Polonia, por ejemplo, el partido Ley y Justicia llega al poder con un discurso de nacionalismo, catolicismo y xenofobia. En Hungría pasa algo similar. El primer ministro aspira a recuperar la pena de muerte y salvar las “raíces cristianas de Europa”, en un clima de hostilidad contra gitanos, musulmanes y judíos. La viralidad de esa pócima indigesta se expande también por las venas de la Europa Central. El Frente Nacional francés, el Amanecer Dorado griego o el FPÖ austríaco ganan terreno en países con larga trayectoria democrática. En Holanda, sin ir más lejos, la ultraderecha trepa en todas las encuestas con propuestas como la prohibición del Corán. En Francia, la papeleta de Le Pen se convierte en la más votada en los comicios regionales. En Dinamarca, se aprueba por amplia mayoría una ley para “desvalijar” a los refugiados. Y en Alemania, el auge de la extrema derecha en las elecciones regionales plantea dudas sobre la continuidad de su política de acogida.
Los partidos del odio envenenan el debate público y arrastran a los partidos tradicionales a posiciones cada vez más cercanas a las suyas. Unos y otros saben que colocar los focos sobre los más vulnerables, presentándolos como los principales culpables de la inseguridad en los barrios, de la quiebra del Estado del Bienestar o de la falta de empleo, puede ser un recurso útil. En primer término, para obtener votos en medio de una crisis económica que ha empobrecido a las clases medias europeas y ha dejado en la extrema pobreza a parte importante de la sociedad. En segundo lugar, para absolver a los verdaderos responsables de la crisis. En el fondo, tanto Bruselas como los propios gobiernos europeos parecen más dispuestos a utilizar a los migrantes como chivo expiatorio, como amenaza latente, que a impulsar una alternativa enfocada hacia la garantía de sus derechos.
Vista desde esa perspectiva, la entrada en vigor ayer del acuerdo con Turquía resulta de lo más banal. Una simple copia del alcanzado con Marruecos para la frontera sur. Con ello, la Unión Europa sella definitivamente sus puertas a los refugiados sirios que huyen de los bombardeos y las ciudades en ruinas. En su afán por blindarse, Bruselas abdica del deber humanitario de asistencia exigido por el derecho internacional. Esa pasividad, ese abandono de sus obligaciones frente a la emergencia humanitaria, se revela también como una muestra de fría insolidaridad, de desprecio ante el sufrimiento y la muerte.
Con ese pacto, Europa se arroja a los brazos de la xenofobia y repite su historia, inequívocamente en forma de tragedia. La pone a prueba en muchos sentidos. También en la dignidad moral de esa vieja dama que se muestra impotente ante la barbarie que ahora producen sus fronteras. En ese contexto, el imperativo ético y político de los tiempos por venir no puede ser otro que rescatar los ideales con los que fueron construidos sus cimientos. Los de una larga lucha contra el fascismo, el racismo y el odio. De los miles de refugiados republicanos que huyeron del franquismo. De los miles de europeos que salieron este sábado a la calle. Para pedir vías y estancias seguras para los refugiados. Para recordarnos quiénes somos y de dónde venimos.
mar 22nd, 2016 → 12:10 @ user
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