En ocasión de su reciente viaje a Edimburgo Benedicto XVI cargó contra el “extremismo ateo” y lo responsabilizó del advenimiento de tiranías que, como el nazismo, pretendían “erradicar a Dios de la sociedad”. Ahora, en Barcelona, ha denunciado la irrupción de un anticlericalismo “fuerte y agresivo, como se vio en los años treinta”, y ha instado a “reevangelizar España”. Algunos comentaristas han querido minimizar estas declaraciones, atribuyéndolas a un simple error o a un malentendido, pero una sociedad laica y pluralista
no debería tomárselas a la ligera.
De entrada, la invocación de Hitler para descalificar a quienes no comparten sus creencias se parece mucho a la operación de quien considera que no hay mejor defensa que un buen ataque. Pero es poco consistente. El propio Hitler era católico de bautismo y nunca dio señales de ateísmo. En varias ocasiones declaró que su fe cristiana era un antídoto contra “el veneno judío”, y que su objetivo era erradicar el movimiento ateo. La reductio ad Hitlerum también pasa por alto otras cuestiones que conviene no olvidar. Ante todo, la complicidad de la propia Iglesia con dictaduras como la de Mussolini, quien le cedió tres kilómetros cuadrados del centro de Roma a cambio de su apoyo al régimen. Pero también el hecho, excusable pero no inexistente, del paso fugaz de Ratzinger por las juventudes hitlerianas.
Este sesgo también está presente en el intento del Papa de utilizar las luchas anticlericales de los años treinta como arma arrojadiza contra las posturas laicistas de hoy. Aquellas luchas comportaron a menudo actos enconados contra la Iglesia. Pero no fueron gratuitos o simplemente irracionales. Ya en 1870, los obispos denunciaron las uniones civiles como “la legalización del concubinato universal”. Cuando la I República intentó plantear la separación entre Estado e Iglesia, esta se convirtió en un freno a la democratización social y cultural y en aliada clave del corrupto y autoritario régimen monárquico posterior. El pecado imperdonable de la II República fue cuestionar esa historia. La Constitución de 1931 prohibió el mantenimiento económico de las iglesias, decretó la disolución de algunas órdenes religiosas –como los jesuitas– y prohibió al resto adquirir bienes y ejercer la enseñanza. Las propiedades del clero pasaron a ser objeto de fiscalización estatal y, excepto autorización gubernativa, se abolió el culto público.
Es obvio que poco y nada en la política actual evoca semejante programa laicista. Es más, cuando Ratzinger embiste contra el anticlericalismo de los años treinta, no sólo silencia el estrecho vínculo entre Iglesia y poder que explica su surgimiento. También calla la furibunda reacción eclesiástica frente al mismo y su abierta complicidad con los casi 40 años de dictadura nacionalcatólica que vinieron luego. El franquismo, en efecto, reparó ampliamente a la Iglesia por las agresiones sufridas. El Concordato de 1953, apenas alterado tras la Transición, le garantizó exenciones fiscales, subvenciones de toda clase y una incidencia desmesurada en la educación o el ejército. Su poder se hizo sentir también durante la elaboración de la Constitución de 1978, cuando los sectores católicos presionaron con denuedo para que la financiación de la educación religiosa se blindara como derecho fundamental. Esa presión explica que el artículo 16 renunciara a la consagración de un Estado laico, reconociendo la aconfesionalidad pero previendo, al mismo tiempo, el establecimiento de relaciones especiales de cooperación con la Iglesia católica.
A la luz de este relato, no extraña que la Iglesia siga siendo una de las pocas instituciones que, en pleno siglo XXI, milita activamente por mantener viva la memoria de los vencedores de la Guerra Civil, humillando así a las miles de familias de creyentes y no creyentes asesinados por la dictadura. Que Ratzinger exhume el espantajo del secularismo, ocultando la genealogía del extremismo nacionalcatólico, justifica las simpatías que la Iglesia oficial cosecha entre la derecha política o entre la familia real. Pero no así la condescendencia que algunos partidos de izquierda exhiben hacia ella, pensando que aplacarán su afán de interferencia pública.
Durante su visita, Ratzinger no pronunció mea culpa alguno por el apoyo de la jerarquía eclesiástica a dictaduras de diverso tipo, por la persecución de cristianos solidarios con la suerte de las clases populares –como los vinculados a la teología de la liberación– o por la hipócrita y dañina conducta sexual de muchos de sus pastores. Todo lo contrario: el apoyo desmedido de las instituciones le ha servido de plataforma para lanzar una enésima soflama contra los derechos reproductivos de las mujeres, las uniones “antinaturales” entre personas del mismo sexo o la racionalidad científica.
Quien hace estas declaraciones no es un artista o un intelectual provocador. Es el máximo representante de una institución que, pese a haber perdido muchos feligreses, goza de privilegios que sublevarían los ánimos tratándose de otras confesiones. El laicismo blando del Gobierno del PSOE se ha mostrado compatible con un trato de favor que –por convicción o por simple cálculo electoral– ha crecido en los últimos años. Quienes profesan otras creencias religiosas, y llegan incluso a ser estigmatizados por ello, tienen derecho a sentirse discriminados. Quienes no profesan ninguna, y ven cómo los recursos públicos se utilizan para impedir la imparcialidad estatal en la materia, también. No cabe engañarse: al decir lo que dice, Benedicto XVI no comete error alguno. El error es que las instituciones públicas contribuyan a otorgar a su visita y a sus declaraciones un aura de asunto de Estado y de respetabilidad que no merecen.
novembre 14th, 2010 → 11:11 @ nohihadret
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