La demanda de seguridad ciudadana suele ser una de las consignas preferidas del populismo punitivo. En su nombre, se exigen medidas como el endurecimiento de penas o la mayor contundencia policial frente a las protestas sociales. Sin embargo, hay sucesos que permiten cuestionar este planteamiento.
Uno de los más impactantes fue seguramente el que tuvo lugar durante los disturbios posteriores a la victoria de la selección española en la Eurocopa. Entonces, un “objeto volador” impactó en el abdomen del jefe de la Guardia Urbana de Barcelona, Xavier Vilaró. A consecuencia de ello, el mando policial fue ingresado en la UCI y sometido a una complicada operación en la que le extirparon el bazo. Durante cinco días, el Ayuntamiento ocultó el incidente y dio pie a todo tipo de conjeturas. Al final se supo que el misterioso “objeto volador” había sido un proyectil de goma disparado por la propia Policía catalana. O sea, una bala perdida entre fuego amigo.
Llaman mucho la atención las razones aducidas por las instituciones responsables para explicar el ocultamiento de los hechos. El mando policial, sin subterfugios, justificó su actitud como un acto de “lealtad al sistema”. La portavoz municipal, en cambio, aludió al respeto a la “intimidad” del afectado.
Este tipo de argumentos son recurrentes y obedecen a una vieja tentación predemocrática que pretende excluir las actuaciones policiales de la crítica y el debate político. El derecho a la información y a la verdad demasiado a menudo se sacrifica a un discutible sentido de la “razón de Estado”. En el caso Vilaró esa ocultación resulta aún más grave cuando la propia identidad de la víctima –el mando que codirigía el dispositivo policial– despeja cualquier duda sobre la arbitrariedad y el descontrol que rigieron la actuación. ¿No debería el debate centrarse en la legalidad del uso de unos proyectiles que pueden superar los 250 kilómetros y que amenazan seriamente la integridad física, no ya del jefe de policía, sino de cualquier persona? Debate sobre las armas Las asociaciones de derechos humanos llevan tiempo reclamando un debate sobre el uso de ésta y otras armas policiales. En 2005, el uso no autorizado de porras extensibles por la Guardia Civil causó la muerte de un agricultor almeriense en el cuartel de Roquetas de Mar.
Dos años más tarde, algunas unidades policiales adquirieron unas temibles pistolas Taser que han causado víctimas mortales en los EE UU. El mismo año, entró en escena el celebre punzón llamado kubotán, utilizado sin autorización por antidisturbios catalanes en una manifestación en Barcelona. En el caso de las escopetas antidisturbios y las balas de goma, el balance del último año en el Estado es preocupante: 60 personas hospitalizadas y cuatro que han perdido un ojo. En otras ocasiones sus efectos incluso han sido letales. En la mayoría de países europeos, muchos de estos instrumentos de represión están prohibidos y han dado paso a métodos a priori menos contundentes.
En el Estado español, en cambio, todavía hoy forman parte del equipo reglamentario de las unidades antidisturbios de las policías estatales y autonómicas. Nada de esto tiene que ver con el ideal normativo de un Estado de derecho en el que la gestión del orden público exige un uso puntillosamente regulado y controlado de la fuerza. Además del despliegue de medios o técnicas disuasorios lo menos lesivos posible. La “lealtad al sistema”, o a los principios que las fuerzas de seguridad aseguran defender, exigen no cerrar en falso sucesos como el de Vilaró. Si un jefe de la Policía puede ser víctima de la arbitrariedad policial, ¿qué puede esperar cualquier persona que pretenda ejercer en las calles sus legítimos derechos de manifestación y de protesta? ¿De qué seguridad hablan quienes dicen velar por la seguridad ciudadana?
octubre 30th, 2008 → 9:16 @ nohihadret
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