El agravamiento de la crisis en otros ámbitos, y la poca simpatía social suscitada por los controladores, ha contribuido a quitar hierro a una medida que ha pasado, poco a poco, a un segundo plano de la actualidad. Sin embargo, su normalización no es una cuestión menor, precisamente por lo que tiene de precedente en un contexto de crisis y recorte generalizado de derechos.
Para justificar la decisión, el Gobierno presentó la protesta como una medida irracional, como una huelga salvaje causante de una auténtica calamidad pública. Las imágenes de los aeropuertos llenos, abarrotados de familias que no podían volar, reforzaron esta idea. Vista con más frialdad, la realidad resulta más compleja. El abandono de funciones de los controladores puede cuestionarse desde muchos ángulos. Habituados a defender sus intereses de manera aislada, no tuvieron en cuenta los de otros trabajadores aeroportuarios ni los de los usuarios. Pero su decisión, por torpe que parezca, tampoco fue irracional. Desde comienzos del año, el Gobierno había aprobado diferentes medidas que empeoraban sus condiciones laborales y planteaban la privatización de AENA.
Ratificadas justo antes del puente, fueron todo menos una invitación al diálogo, y precipitaron las reacciones más extremas. Se ha dicho que el objetivo era liquidar una situación de privilegio. Sin embargo, hay castas con ingresos más altos que los de los controladores, contra las que no se actúa o a las que se favorece abiertamente.
Calamidad pública
Que la actuación de los controladores causó una perturbación considerable a quien volaba por entonces es algo innegable. Pero resulta discutible que la privación temporal del derecho a volar, en la mayoría de los casos por motivos turísticos, pueda asimilarse a una “calamidad pública”. Y menos justificar la intervención militar o la suspensión de otros derechos constitucionales. De esta forma, numerosas protestas sociales legítimas, sean vagas o no, podrían ser consideradas delitos de sedición o sustraídas a la jurisdicción civil.
Esta tentación de un uso expansivo, no claramente determinado, de las medidas de excepción, se advierte claramente en la prórroga del Estado ahora concluida. Ha sido una peligrosa operación retórica que ha convocado todos los fantasmas de la excepción normalizada y del ‘enemigo público’ contra el cual todo está permitido. De hecho, no es casual, en un contexto como el actual, que se haya dado pábulo a quien pretende una restricción más amplia del derecho de huelga en los servicios públicos.
Si la privación temporal del derecho a volar, mayoritariamente por razones turísticas, es considerada una afectación gravísima a un “servicio público esencial” ¿qué no se diría de una protesta que, en Francia o en Grecia, bloquee refinerías de gas o petróleo o interrumpa el tráfico terrestre o marítimo? Si en Francia, Sarkozy va a recurrir al Ejército para obligar a los huelguistas a retomar sus actividades, ¿qué no podría ocurrir en una España gobernada por el PP o el ‘ala dura’ del PSOE?
Si se mira a través de la lente de la crisis, la demonización del controlador- privilegiado se parece demasiado a la del funcionario-privilegiado y, en general, a la de otros supuestos receptores de prebendas públicas, como los parados o los pensionistas. Esta estrategia discursiva, utilizada para justificar recortes sociales en los ámbitos más dispares, no es ingenua. Permite avivar el enfrentamiento entre categorías de trabajadores y de colectivos vulnerables, desviando la atención sobre los auténticos focos de privilegio de nuestras sociedades. Y es que, bien vista, esta alarma no suena solamente por los controladores.
Suena, parafraseando a John Donne, por todos los que, de profundizarse este camino, podrían verse convertidos en nuevos ‘privilegiados’ a los que sólo quepa aplicar la temible lógica de la excepcionalidad y la represión.
gener 31st, 2011 → 9:40 @ nohihadret
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