Las reacciones mayoritarias ante la sentencia de la Audiencia Nacional en el Sumario 18/98 constituyen un preocupante síntoma de degradación cívica. Ni en los momentos de máxima violencia de ETA, en los años 70 y 80, se había consentido de manera tan laxa la restricción de libertades políticas como instrumento de “lucha contra el terrorismo”. Los intentos gubernamentales para disolver HB generaron un amplio rechazo ciudadano y no encontraron alguno en los tribunales de justicia. En una sentencia de 1995, Tribunal Constitucional dejó sentado que “la manifestación pública, en términos de elogio o exaltación, de un apoyo o solidaridad moral o ideológica con determinadas acciones delictivas, no puede ser confundida con tales actividades” (STC 42/95). Hasta el ínclito Pedro J. Ramírez llegó a publicar en 1998 un editorial en el que, a propósito del cierre de Egin, recordaba con tono solemne que “delinquen las personas, no las rotativas”.
Pues bien, en los últimos años, este sentido común se ha alterado de manera significativa. Una parte considerable de la ciudadanía ha asumido con indiferencia, cuando no con entusiasmo, los estropicios legislativos, judiciales o policiales cometidos contra la izquierda abertzale en Euskadi y, de modo más general, contra todo lo que pueda oler a nacionalismo periférico o a independentismo.
En este proceso de neutralización del sentido garantista colectivo, el impulso de la Ley de Partidos de 2002 ha desempeñado un papel central. Su objetivo, precisamente, era obtener por una vía política “sencilla” lo que las garantías jurisdiccionales no habían permitido conseguir a golpe de simples prejuicios o de deducciones apresuradas. Así, a pesar de la letanía formal según la cual “en un Estado democrático se pueden defender todas las ideas”, se aceptó sin escándalo que la resistencia a “condenar” un acto terrorista en los mismos términos exigidos por los partidos mayoritarios permitiera la ilegalización de formaciones políticas con significativa implantación social. A diferencia de lo ocurrido algunos años atrás, los medios de comunicación, los partidos mayoritarios y una parte considerable de los juristas e intelectuales “progresistas” mantuvieron un clamoroso silencio e incluso celebraron la “sensatez” de la medida.
A partir de entonces, la pendiente resbaladiza del recorte de libertades civiles y políticos quedó expedita. Toda disidencia respecto de la manera “oficial” de entender la identidad nacional del Estado, sobre todo si se hacía desde premisas pluralistas o que pusieran en entredicho los lugares comunes del nacionalismo español, pasó a considerarse sospechosa de servir a los intereses del terrorismo y susceptible, por tanto, de ser ilegalizada. A partir de forzadas argumentaciones siempre ligadas a la “lucha contra el terrorismo”, se cerraron periódicos, se prohibieron agrupaciones electorales, se introdujeron delitos de opinión en el Código Penal y hasta se amenazó con encarcelar a un Lehendakari por convocar una consulta sobre el propio autogobierno.
En un contexto así, el kafkiano laberinto del que forma parte el Sumario 18/98 se inscribe en una cultura de la excepción que ha ido imponiéndose de manera persistente a lo largo de la última década y que culmina el modus operandi anti-garantista utilizado por el juez Baltasar Garzón en sus ataques al llamado “entorno de ETA”.
Documentos incompletos, pruebas perdidas, actuaciones abiertamente parciales por parte de la Audiencia Nacional y unas piezas de convicción consistentes en más de 200.000 folios facilitados a la defensa una semana antes del juicio, constituyen sólo algunos elementos de un proceso que no tenía como objetivo investigar un hecho criminal concreto sino desentrañar la fenomenología de una organización armada en todas sus dimensiones políticas y sociales.
La tesis que avala la sentencia de la Audiencia Nacional es ya conocida: todos los grupos ligados a la denominada izquierda abertzale -el movimiento independentista vasco, en su más amplio sentido- son, o están destinados a ser, “apéndices” de la estructura de ETA. Han sido creados, “fagocitados” o “colonizados” por ella y responden a sus directrices.
Para corroborar esa hipótesis resultó fundamental una nueva formulación tanto de los métodos de investigación como del valor de las pruebas que superara ciertas rigideces garantistas del marco procesal. En ese contexto, no resulta extraño que el proceso se transformara en un gigante en continua expansión destinado a ilegalizar y clausurar, bajo la acusación de pertenencia o colaboración con banda armada, todo aquello que se encontraba por delante.
El macrosumario acabó engullendo tres medios de comunicación –Egin, Ardi Beltza y Euskaldunon Egunkaria–, algunas empresas –entre ellas Orai SA, editora de los medios clausurados–, y diversas organizaciones políticas, entre las que destacan las juveniles Jarrai-Haika-Segi, las Gestoras pro Amnistía, Udalbitza –una institución creada por los electos municipales– la red de escuelas de alfabetización y euskera para adultos –AEK y Galgakara– o la Fundación Josemi Zumalabe, una entidad con reconocidas credenciales pacifistas, antimilitaristas y de defensa de la no-violencia, que impulsaba el debate y coordinación entre los diferentes movimientos sociales vascos.
A la mayoría de imputados en dichos sumarios no se les achaca haber cometido ningún atentado o delito concreto, sino tan solo su participación laboral, política o social en alguna de estas entidades. La investigación, de hecho, versó más sobre la biografía de los acusados que sobre un delito concreto. La prueba se sustenta básicamente en las valoraciones policiales que, elevadas de golpe a la categoría de “razonamiento jurídico”, se han convertido en el presupuesto de la actual condena de 46 personas.
En el caso de la Fundación Zumalabe, nueve miembros de su Patronato, algunos de ellos ligados a una tradición libertaria situada en las antípodas del mundo abertzale, fueron detenidos y acusados de colaboración con banda armada. El único argumento esgrimido por la Fiscalía fue que su defensa de la desobediencia civil también aparecía en los boletines internos de ETA. De ese modo, ha tomado cuerpo lo que a los ojos de cualquier mortal parecería algo imposible: el terrorista que no sabe que lo es o el miembro de ETA que ni siquiera es abertzale.
Hasta ahora, para ser considerado miembro o colaborador de ETA era necesario tener relación directa con la organización armada, de acuerdo con la doctrina asentada por la sentencia del Tribunal Constitucional 199/87. No obstante, la puesta al día de las tesis garzonianas hacen que resulte suficiente que una acción política o social se considere “ayuda” a los “fines” de ETA –comenzando por la independencia– para que pueda considerarse un delito de terrorismo.
Tratar el “entorno de ETA” como si fueran “las entrañas de ETA” es adentrarse en un peligroso camino en el que las fronteras entre el disidente y el terrorista, el inocente y el culpable, se difuminan de modo inevitable. De ese modo, la “lucha contra el terrorismo” se convierte en un verdadero acto de guerra, regido por normas excepcionales, que tiende a consolidar un Derecho Penal de autor inspirado en una antigua y nunca apagada tentación totalitaria: la idea de que debe castigarse no por lo que se ha hecho sino por lo que se es.
Un Estado de derecho digno de ese nombre no puede permitirse esta renuncia. La persecución de personas u organizaciones que, sin recurrir a la violencia, cuestionan aspectos esenciales del orden constitucional, constituye en realidad una derrota del Estado de derecho y una victoria del terrorismo. Contemplada con la gravedad que el caso merece, la Sentencia del Sumario 18/98 viene a desatar los fantasmas evocados por el viejo poema de Brecht: primero les tocó a unos, luego a los otros, y después a mi, pero ya era tarde. Ojalá que la advertencia alcance también a quienes hoy aplauden o simplemente miran hacia otro lado.
desembre 23rd, 2007 → 10:39 @ nohihadret
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