Una acampada quijotesca en Barcelona

febrer 7th, 200711:05 @

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 Históricamente, los movimientos sociales han dado voz a sus demandas a través de múltiples acciones colectivas. Desde la simple sentada en una plaza hasta la manifestación callejera o las huelgas. En Barcelona, en los últimos años, las acampadas reivindicativas en espacios públicos han venido a incorporarse a ese nutrido repertorio de instrumentos de expresión ciudadana. La actitud de las autoridades frente a ellas, sin embargo, refleja un doble rasero no siempre fácil de justificar.

En ocasiones, en efecto, las autoridades locales no sólo han tolerado este tipo de protesta sino que la ha alentado. Piénsese sino en las célebres acampadas de 1994, exigiendo la destinación del 0,7% del PIB a la cooperación con los países empobrecidos, o las del 2003, contra la guerra en Irak y la actuación del Partido Popular. Otras veces, sin embargo, la respuesta del gobierno municipal ha sido menos benévola, sobre todo si ha sido el destinatario de la protesta. La acampada a favor de las personas sin techo convocada hace unas semanas por el colectivo francés «Los Hijos de Don Quijote» en Plaza Sant Jaume da buena cuenta de ello.

Pocos días antes de la convocatoria, diferentes círculos mediáticos y políticos de Barcelona habían expresado su simpatía por las reivindicaciones de los Enfants franceses. Sin embargo, esa actitud favorable se tornó en abierto rechazo cuando éstos anunciaron su intención de mudarse a la ciudad. El ayuntamiento se apresuró a anunciar su voluntad de impedir la acampada y lanzó un argumento concluyente: «Barcelona no es París, aquí hay políticas de inclusión para las personas sin techo y existe una ordenanza que prohíbe de manera tajante las acampadas en la ciudad». Esta actitud le permitió hacer gala de firmeza policial frente a la protesta política. Es más dudoso, sin embargo, que revelara una comprensión adecuada de la legalidad y del sentido de los derechos en una sociedad democrática.

Para empezar, es endeble oponer a la reivindicación la escasa magnitud del problema de los sin techo en la ciudad. Que en los últimos años se hayan puesto en marcha políticas de inclusión social para afrontar su trágica situación es sin duda una buena noticia. Sin embargo, como el propio gobierno francés ha admitido, resulta hipócrita reducir la cuestión tan solo a las personas que duermen en la calle cuando son cientos de miles los que, sin carecer literalmente de un techo, se ven privados de un alojamiento digno y adecuado.

Por otra parte, ¿por qué el número de personas afectadas por la vulneración de un derecho debería condicionar las posibilidades de exigirlo? ¿No bastaría con que hubiera una sola persona torturada, encarcelada o con hambre para que la protesta de quienes sienten que con ello su propio derecho peligrar estuviera justificada? ¿Puede acaso, como se interrogaba Sartre, proclamarse la libertad de un hombre cuando otros carecen de ella?

En lógica democrática, los poderes públicos deberían aprender a ver la denuncia de vulneraciones de derechos básicos, sobre todo de los más vulnerables, no como una afrenta personal, sino como la exigencia de que se cumplan las obligaciones que los propios poderes públicos han contraído en constituciones y tratados internacionales. Haber adoptado medidas para abordar el problema no autoriza a cancelar la discusión y descalificar la crítica. Al contrario, debería contribuir a respetarla, sin colocarse a la defensiva, y a admitir que esta puede contribuir a detectar insuficiencias y a señalar caminos alternativos.

En algún momento, el ayuntamiento pareció admitir que la demanda podía ser legítima. Pero sostuvo que las «acampadas estables» en el espacio público se encontraban explícitamente prohibidas por la denominada «Ordenanza del civismo». Tampoco este argumento, sin embargo, resulta satisfactorio. Uno de los objetivos declarados de la Ordenanza al prohibir las acampadas es proteger a las personas que se ven obligadas a recurrir a ellas porque no tienen techo y garantizar, al tiempo, la seguridad pública y la salubridad. Lo que resulta perverso es utilizarla contra quienes, mediante una «acampada temporal», pretendían denunciar simbólicamente esa situación de exclusión residencial. Y es perverso, también, recurrir para ello a medios excesivos (como regar la Plaza Sant Jaume o rodearla de policías) que, paradójicamente, alteran la tranquilidad pública y dificultan la libertad de circulación.

Hace unos años, el Tribunal Constitucional recordaba que en una sociedad democrática, el espacio urbano no es sólo un ámbito de circulación, sino también un espacio de participación. Y sostenía que prohibir la instalación de mesas o tiendas de campaña que sirvan para exponer e intercambiar mensajes e ideas no podía justificarse en meras dificultades o simples molestias para la circulación de las personas que allí transiten.

En el caso de los Enfants y de los colectivos que los apoyan, acampar durante cinco horas en la Plaza que reúne a las autoridades locales y autonómicas no era un simple capricho estético. Era una forma de comunicar al foro público la sistemática vulneración de derechos básicos así como la inexistencia de respuestas institucionales adecuadas o suficientes. Las autoridades tenían la obligación de leer esa reivindicación, no como una cuestión de desorden público, sino como un ejercicio calificado de la libertad de expresión, de reunión y de manifestación. Sobre todo, cuando con ello se pretendía recordar el mensaje de Walter Benjamin: basta la existencia de un mendigo en la calle para que la denuncia de las insuficiencias del presente desplace en importancia a la simple promesa de paraísos futuros.