¿Es creíble que un ciudadano pueda encapricharse de un equipamiento docente de barrio, pedirlo gratuitamente, buscar un promotor inmobiliario y encargarle —a pesar de ser público— que construya allí un hotel a cambio de una suculenta comisión de 400.000 euros y de una compensación del antiguo propietario? ¿Es creíble que esa ilícita operación pueda obtener el beneplácito e impulso de las poderes públicos?
En Barcelona esto es posible. O, al menos lo era no hace mucho si te llamabas Felix Millet y disponías, como éste, de una agenda repleta de citas con casi todos los cargos públicos con responsabilidades en la materia. El llamado caso Hotel del Palau, precisamente, es el “pelotazo inmobiliario” que va a sentar estos días a un puñado de altos cargos municipales, y al propio Millet —entre otros— en el banquillo de los acusados. El escándalo explotó, como una ramificación o daño colateral, de la investigación principal sobre el expolio del Palau de la Música, icono del catalanismo cultural, a manos de sus gestores.
Ya con los correos del banquero Miguel Blesa se vio cómo un entramado fraudulento de poderes económicos y políticos podía abrirse paso, llevándose por delante a la principal entidad financiera de la capital del Estado, a base de enchufismos, compra de lealtades o tráfico de influencias. La versión catalana de ese retrato del poder se podrá rastrear estos días de juicio en los papeles del sumario del “Hotel del Palau”. En ellos aparecen cruces de correos y llamadas, flujo de reuniones que ponen en evidencia tratos de favor concebidos desde despachos municipales. O la desigual capacidad de influencia para decidir el futuro de la ciudad de la que goza un grupo de promotores inmobiliarios y los vecinos de un barrio castigado por los excesos de sus proyectos.
Se ocultó, de hecho, a la ciudadanía el carácter privado y especulativo que había tras una iniciativa urbanística que se presentaba como de gran interés público. Se pretendía, con la connivencia de altos cargos de las administraciones gobernadas por el tripartido, construir un hotel de lujo previa destrucción de un edificio modernista protegido como patrimonio histórico-arquitectónico de la ciudad. De entrada, se firmó un convenio secreto, al margen de otro público, para que no se desvelara que el auténtico propietario de los terrenos no era del Palau sino de un simple hotelero. Con posterioridad, se falsificaron documentos públicos, se aprobaron trámites administrativos bajo presión, se hicieron permutas y cambios en las cualificaciones urbanisticas con perjuicio de las arcas públicas. Lejos de la función social que debe otorgarse al urbanismo, los gestores de la ciudad no dudaron en impulsar y asegurar el éxito de ese negocio privado a pesar de la firme oposición vecinal de un barrio con pocos servicios públicos.
Fueron, precisamente, un grupo de vecinos capitaneados por el abogado Daniel Jiménez y la concejal Itziar Gonzalez quienes lograron tras el escándalo del caso Millet sacar a la luz el irregular proyecto urbanístico e, incluso, frenarlo ante los tribunales. Ya en el 2009, salieron a la calle para exigir mayor transparencia y control democrático de unos ayuntamientos demasiado dóciles a intereses de una oligarquía caciquil. Se erigieron, en ese momento, en portavoces de la indignación ciudadana para denunciar el caso ante la Fiscalía y personarse como acusación popular. En verdad, son ellos quienes se merecen distinciones honoríficas, como la cruz de Sant Jordi o la de la Ciutat, que las autoridades otorgaron en su día al actual delincuente confeso, Felix Millet.
Desde entonces, los casos de corrupción urbanística han sido un reguero constante. De hecho, en la actualidad existe una convicción generalizada de que esta lacra está firmemente incrustada no solo en ayuntamientos sino en la mayor parte de las instituciones públicas. Ni tan siquiera la otrora intocable monarquía, tras el caso Urdangarin, ha quedado a salvo de las sospechas. Y ello, evidentemente, ha encharcado las cuentas públicas. Un agujero financiero que se ha intentado cerrar con más ajustes y en perjuicio de los derechos ciudadanos. Valga como ejemplo una cifra: en tan solo los diecisiete casos más graves de corrupción la pérdida de recursos públicos ha ascendido a siete mil millones de euros (más del doble de lo que han implicado los recortes).
En estos tiempos de ascendente corrupción, asumir el rol de vigilancia democrática será, quizás, una de las principales tareas que los movimientos ciudadanos y las organizaciones vecinales tendrán por delante. Allí donde los mecanismos internos de control público se han mostrado ineficaces, es donde el ojo ciudadano deberá estar más atento. Y más cuando, como en el caso del “Hotel del Palau”, se pone en evidencia la confluencia y supeditación del poder político a grupos privados vinculados al mundo financiero inmobiliario. Esta determinación se podrá tener o no. Pero hay que saber que, sin el impulso de ese imperativo democrático, difícilmente se podrá deshacer ese oscuro nudo entre política y dinero.
mar 10th, 2014 → 4:31 @ nohihadret
0